TIET BERNAT

Ilustración: Alejandro Barbeito


Para Alberto Edel León,
el Beto

Desde que conocí al tío Bernat, el tiet, o quizás deba decir desde que me acuerdo de él, de su aparición en mi vida, siempre me impresionaron sus ocurrencias y sus salidas imprevisibles, que hicieron que yo lo adorara y que algunos dijeran de él “hay que dejarlo correr para el lado que dispara”. La frase se usaba con otro sentido, pero es que si tenía algunas conductas inesperadas, si su humor era cambiante, cambiante hasta el desconcierto, había que buscar en sus años jóvenes, donde precisamente anduvo disparando. Disparando su fusil, y luego disparando de la muerte. El tiet había nacido en un pueblito de Cataluña, no muy lejos de Girona, que sin dudas habrá sido muy distinto entonces que cuando yo lo conocí hace varios veranos. Era de familia pobre y a los dieciocho años saludó a sus padres y rumbeó a Barcelona, con la escuela sin terminar pero sabiendo leer y escribir y, lo más importante, con los rudimentos de un oficio: carpintero.
 
Esta especie de biografía que puedo sintetizar en unas líneas no fueron su relato de una tarde de invierno encerrados mientras comíamos torrijas, que las hacía tan ricas como nunca volví a saborear, yo con leche y él con un vaso de vino, o en alguna salida a pescar al arroyo o acaso una imprevista confidencia. El tiet Bernat no contaba mucho y cuanto más entregaba una pieza de un rompecabezas que luego ya vería uno cómo armarlo. 

En 1936, cuando el golpe fascista en España, el tiet tenía 23 años y participó en la defensa de Barcelona con los de la CNT, la organización obrera anarquista. El tiet lo era y lo fue hasta su último suspiro, y donde el resto de mi familia colgaba un crucifijo, él había puesto un retrato de Buenaventura Durruti. Hasta ahí el rompecabezas parece más o menos completo. Luego estuvo un tiempo en el frente de Aragón, que comandaba Durruti, y las figuras que pudimos armar de esa etapa de su vida no son claras y era inútil pedirle ayuda a él, el único que podía aclararla, porque cuando surgía el tema de la guerra se escabullía o enmudecía. Y no fue sólo la guerra civil española: como muchos combatientes republicanos que cruzaron los Pirineos para salvarse de ser fusilados por los franquistas, el tiet Bernat peleó en la resistencia francesa contra la invasión nazi y, por cierto, mucho menos aún quiso hablar de esa parte. 

En 1950 viajó a la Argentina –con una mano atrás y otra adelante, como decían en esos tiempos– invitado por un primo, catalán también aunque muchos años menor, que había venido con su familia apenas empezó la guerra civil. Ese es mi padre –o fue, porque murió apenas empezado este siglo–, y por eso Bernat se convirtió en mí tío, solo que él quiso que lo llamara tiet, en catalán. Tras pasar por varios trabajos pasajeros, empezaron a hacer muebles, hasta que montaron un taller en un pueblo de la provincia de Córdoba que creció a la par de ellos: el pueblo se hizo una incipiente ciudad y el taller, una pequeña fábrica; además, mi padre se casó con una vecina, que fue mi madre –y aquí digo es, porque vive, se la ve muy bien y con la memoria suficiente para ayudarme con esta historia–, y Bernat mantuvo su soltería, pese a los embates de las casaderas maduras del lugar. Para entonces vivíamos mis padres, mi hermano y yo en una casa grande con un patio de un cuarto de manzana, y él se había instalado en una cabaña de madera, construida con sus propias manos, medio oculta entre los árboles frutales del fondo; sin embargo, salvo el desayuno, pasaba las comidas y sus horas libres con nosotros.
El tiet mantuvo su acento cuando hablaba castellano, tenía largas charlas en catalán con mi padre, conservaba costumbres, tradiciones, placeres culinarios… pero incorporó dos locales, el fútbol y el tango, y se hizo casi un fanático. De Boca y de los buenos cantantes: Rivero y Floreal Ruiz a la cabeza.  

En la segunda mitad de los setenta la dictadura militar y sus tropelías le removieron algo que hasta entonces el tiet parecía haber podido controlar. Se lo veía desasosegado y no perdía oportunidad de manifestar a viva voz su opinión sobre lo que pasaba, lo que era un problema e incluso un riesgo para su seguridad y la de mi padre, y acaso de todos, porque yo ya era un adolescente. En noviembre de 1975, por capricho el mismo día que murió Durruti pero 39 años después, partió Francisco Franco. Pensamos que eso le cambiaría el humor, pero no fue así: lamentaba que hubiera vivido tantos años y nadie le hubiera volado la cabeza. Para el mundial del 78 mi padre compró un televisor grande, en el que vimos y gritamos los triunfos de la selección. Luego vino el del 79 en Japón, con lo que el tiet dormía en un sillón de nuestro living y a la madrugada veía los partidos de la Argentina. Y así entró en su vida Maradona.  

Siempre me costó entender cómo alguien que había estado en la trinchera, escapándole a la muerte a diario, acaso matando enemigos, viendo escenas terroríficas, pasando hambre… ese mismo hombre se transformaba en un niño cuando lo veía jugar a Maradona, Diego o, simplemente, el chaval, como lo llamaba.   
 
En la década siguiente empezaron los verdaderos problemas para el tiet. Pequeños hechos primero, luego algo más serios, nos hicieron pensar que andaba volando bajo o algo peor se avecinaba. En el invierno del 80 jugó Argentinos Juniors con Talleres en el Chateau Carreras de Córdoba. Mi padre me propuso que fuéramos así lo distraíamos un poco. Nunca lo habíamos visto a Maradona en vivo, y pensamos que el tiet se alegraría con eso. Nos equivocamos: estuvo todo el partido como ausente, hasta noté que ni seguía las jugadas. En el viaje de vuelta no habló, pero cuando llegamos, antes de pasar para su cabaña, dijo algo que recuerdo bien. Hoy no se lució, pero va a llegar tan lejos que nadie, ni él se imagina. Mi madre, que lo escuchó, le preguntó por qué. Porque si a los 20 años, en un club de mierda, llena un estadio que va a verlo, y él sabe que lo merece y que es muy superior a los otros, no le queda otro destino que triunfar. Será cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.

Así fue. Muy poco tiempo para ambos. Para el Diego, Boca, el Barça, el Nápoles… la selección y el mundial del 86. Vimos todos los partidos, y cuando digo todos me refiero a todos los que pasó la televisión, pero para los partidos en que estaba Maradona, el rito era completo. Mi papá hacía asado o pollo al disco, tiet Bernat el consabido pa amb tomàquet, mamá su glorioso tiramisú o panqueques con dulce de leche. Qué recuerdos felices tengo de ese mes de junio. Dije muy poco tiempo para ambos. Es que fueron los últimos días en que el tiet se mostró conectado con la razón y los sentimientos. Después, un reóstato imaginario le fue reduciendo la energía física y mental. 

En una reunión entre mis padres y yo decidimos ubicarlo en la habitación de mi hermano, que ya se había ido a España, y desde entonces Bernat fue una presencia permanente en casa. He usado la figura del reóstato y tal vez no sea la más adecuada. Parecía que algún circuito de su cerebro no funcionaba, pero de vez en cuando hacía contacto y el tiet volvía a comunicarse con nosotros y el mundo. Y así transcurría nuestra vida: papá en la fábrica, mamá en casa, yo ayudando a ambos e intentando rendir mis últimas materias para contador y Bernat sentado en su sillón, donde comía, hacía la siesta, veía televisión y presenciaba mudo e imperturbable nuestras charlas. A veces arrimaba una silla a su lado y le tomaba la mano o pasaba mi brazo sobre su hombro y le contaba cosas, mías o noticias que había leído: podían ser tremendas o graciosas que daba igual: no reaccionaba; otras veíamos algún programa en la televisión y mientras yo lo seguía él dormitaba.

Debería calcular bien el año, pero casi podría asegurar que fue en el 88. Mis padres se habían ido a cenar a casa de unos amigos y yo, tras darle de comer al tiet, me puse a hacer zapping con el televisor. De improviso apareció Maradona, Diego Armando Maradona, cantando un tango, canyengue y sensiblero. No tenía una voz privilegiada, pero afinaba bien y fraseaba claro, demasiado para alguien cuyo talento estaba en otra cosa. Tanto me compenetré con la versión que me olvidé del tiet Bernat. Quién es ese gilipollas, dijo sin mucho énfasis. Maradona, tiet, el propio Diego cantando tango, le respondí con cierto entusiasmo. Pues, debería dedicarse a otra cosa; canta mal y con ese nombre no llegará a ninguna parte. Le expliqué quién era, le recordé que a él le gustaba, y que cantaba como una amenidad para la televisión. Con esa voz y ese nombre ridículo no llegará a ninguna parte. El tango era “Sueño de pibe”, que después escuché en otras versiones. Jugaré en la quinta/después en primera/yo sé que me espera/la consagración, decía la letra, que parecía escrita para el Diego aunque no lo era. Mientras tanto el tiet seguía protestando: hay que llamarse Argentino Ledesma, Roberto Goyeneche… si querés llegar a algo, no Maradona. 

Entonces busqué en una caja llena de videocasetes de mi padre uno con los goles de los partidos de Argentina en el mundial de México, que sabía que guardaba. Lo puse y avancé la cinta hasta que encontré aquellas joyas del Diego ante los ingleses. Intentó decirme algo, pero lo reté y lo obligué a hacer silencio y mirar. Me hizo caso. Primero se lo pasé sin sonido, y después rebobiné y los repetí con el relato. Eso me distrajo. Hasta que escuché el sonido de los mocos absorbidos, el del que está soltando las lágrimas y los mocos sin control. El tiet Bernat lloraba. Le sequé los ojos y lo abracé. Estuvimos así unos largos minutos. Lo dejé así y me fui a servir una copa de vino. Cuando volví al living sus ojos me estaban esperando. Me miró fijo y habló. 

Cuando murió Durruti yo estaba en el frente de Aragón, en Barbastro, y tenía cuatro días de franco. Conseguí que un camión me llevara hasta Lleida y de ahí me fue más fácil seguir a Barcelona. En la casa donde guardaba mis cosas, me bañé y arranqué a las Ramblas. No tenía tiempo de llegar a la sede de la CNT. Era un gentío como nunca vi. Al rato llegó el féretro y lo pasaron en medio de la multitud. Todos aplaudían, gritaban y se lamentaban, tiraban flores y anunciaban venganzas. Fíjate que era muy joven y ya me daba cuenta de que era todo un sin sentido. Cuando vi empujones y discusiones, busqué una salida. Comí algo en una fonda, tomé unos tragos y me fui a dormir, que buena falta me hacía. Me acosté y pensé a quién habíamos perdido, qué enorme figura nos había dejado, se me hizo un nudo y empecé a llorar, despacito primero, pero después con hipos y tal, y me importó un carajo que me escucharan.

Allí el tiet Bernat hizo una pausa y yo, con más desconcierto que asombro, sólo pregunté qué tenía que ver eso con Maradona. Él no respondió. Había en sus ojos una expresión triste y me miró como esperando una respuesta. No supe qué decirle. Lo palmeé un poco y le puse un programa de documentales sobre la naturaleza que a veces parecían atraerle. 

Fue la última intervención lúcida del tiet. Después de eso, su eclipse fue rápido y se hizo vertiginoso al poco tiempo. Murió para la navidad del 90, irónico para quien detestaba las festividades religiosas o paganas. 

Lo demás es un paréntesis durante el que hice de todo. Me recibí, di clases, viví en Barcelona, volví, se mató mi hermano, vendí la fábrica de muebles, me casé, tuve hijos… y ahora sucedió lo de la muerte del Diego. 

Anoche me puse a ver videos en youtube y encontré uno del entierro de Durruti. Recordé ese relato triste del tiet Bernat; luego me vi niño, cuando me llevaba tomado de su mano a jugar a la plaza del pueblo, y lo importante que me hizo sentir cuando me nombró ayudante para hacer su sillón: yo le pasaba las herramientas y él me decía el nombre de cada una en catalán (todavía los recuerdo); sus gritos de alegría y puteadas bilingües cuando jugaba el Diego y ese postrer momento de claridad que tuvo cuando volvió a ver los goles a Inglaterra.

Lloré hasta muy tarde. Tanto que pasé la noche en el sillón, su sillón. Dormí incómodo, pero preferí eso a tener que darle explicaciones a mi mujer, que no conoció al tiet Bernat y no entiende por qué he puesto el retrato de Durruti en el dormitorio.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

The Johnny Rivers’ affair

GONZÁLEZ (El nacimiento de una nación)

El orden de los actores