GONZÁLEZ (El nacimiento de una nación)


     

El señor González apagó el televisor, abrumado por las noticias, preocupado por los acontecimientos bélicos y las posibles derivaciones, y miró a su alrededor. Muebles que no le gustaban, demasiados para un espacio reducido, todos heredados; las paredes con cuadros pintados por algún niño, vaya a saber quién, reproducciones de obras famosas, ya sin color, varias fotos familiares, incluida una suya en la que no se reconoce, diplomas enmarcados de su mujer odontóloga, que el día que se fue con su nueva pareja los dejó abandonados junto con él; una biblioteca nutrida con libros que no volverá a leer y otros que ni siquiera abrió; un equipo de música con varios años sin funcionar y a su lado una pila de discos de algunos lustros atrás, todos de sus hijos que se fueron de la casa hace años. Luego fijó la vista en el ventanal en el que se reflejaba su imagen, arrumbado en el sillón, mal entrazado, con los pies sobre la mesita en la que se amontonaban platos de comidas anteriores. Cómo no viene alguien y me mete un tiro por la espalda, recordó que solía exclamar cuando se indignaba consigo mismo su viejo amigo Roldán, que al final murió sin enterarse, pero de un tiro que le dio el corazón. Una pena, ahora tendría con quien hablar de la situación mundial y de lo que se avecinaba.

Se asomó al ventanal y vio, en sucesivo e inamovible orden, el pasto que tendría que haber cortado un par de semanas atrás, las flores de los agapantos que intentaban asomar entre las malezas, un extenso cardal compitiendo ventajosamente con las azaleas, el cerco de jazmines amarillos, que ya descontrolado avanzaba hacia todas partes y se había convertido en un monte bajo; atrás, quieto y silencioso, el lago. Recordó González los preliminares del paso de la vida citadina al ambiente bucólico del campo, las consideraciones, enumeración de ventajas y desventajas, discusiones cargadas de argumentos ajenos a la cuestión… hasta que tomaron la decisión: vendieron el cómodo y bien ubicado departamento y compraron esa casa a medio hacer y que nunca terminaron. Él viajó algunos días por semana durante un par de años hasta que se retiró del estudio, y ella vio que le aumentaba el trabajo, por lo que alquiló un monoambiente cerca del consultorio, en el que se quedaba de lunes a viernes. También vio a alguien que le interesaba más que González, y entonces su presencia en la ciudad se hizo definitiva. Todo eso que mira a través del ventanal es obra de la que lo dejó: el pasto (él quería poner lajas), los agapantos, las azaleas, los jazmines y, por cierto, el lago, que fue el imán que la atrajo: tomar sol en playa propia, una lancha en embarcadero propio, pescar en un apostadero propio. Propio de ella, de él lo único que tenía su sello era una parra que cubría la mesa en donde comía, leía y se quedaba dormido durante el verano y en algunas siestas del invierno.

Fue a la cocina a prepararse un café. Notó que la alacena estaba desprovista, y en el acto recordó las alarmantes noticias que pasaban en la televisión. Desabastecimiento, aumentos incalculables en productos básicos, desaparición de algunos, adulteración de otros. Puso dos cucharaditas de café instantáneo en la taza y le agregó el agua caliente. No tenía azúcar, pero lo solucionó con un poco de miel. Tendría que hacer un viaje hasta el supermercado de la ruta a comprar y hacer acopio de mercaderías, aunque si la situación bélica empeoraba eso le duraría dos o tres semanas y después… Después qué, se preguntó. A recorrer mercados y almacenes tras productos a precios exorbitantes, latas de conserva con fecha vencida, jabones ordinarios que valían lo que uno de lujo. Pero lo peor no sería eso, sino lo de primera necesidad: harina y todos sus derivados, pan, fideos, galletas, luego las legumbres, los lácteos, las hortalizas, la carne...

González tomó su café de pie junto al ventanal, y cuando lo terminó dejó la taza a un lado y tomó una decisión. No será a mí a quien encuentren desprevenido, se dijo. Miró detenidamente el patio. Debía empezar por eliminar los arbustos y los yuyos. En la villa había un sujeto que con un tractorcito segaba lo que fuera por unos pocos pesos. Una vez despejada la superficie había que acotar el seto de jazmines y eliminar algunas plantas sueltas que ni sabía qué eran. El del tractorcito tenía una rastra con la que bien podía remover un poco el suelo, que con el escaso uso y todo el fertilizante que le había puesto su mujer debía ser de una feracidad aceptable. A primera vista y sin tranquearlo calculó algo menos de 1.500 metros cuadrados útiles. La parte cercana a la casa estaría dedicada a la huerta: papas, cebollas, zanahorias, remolachas, legumbres, coles… Estimó que todo eso ocuparía la tercera parte de la superficie, pero además había varios macetones, que sumados a contenedores y recipientes que podía recolectar le servirían para las tomateras, sobre todo porque podría moverlas en las noches frías. Le quedaban libres unos 1000 metros cuadrados. Entonces pasó a la computadora.

Empezó por preguntarse cuánto necesitaría. Buscó y encontró lo que podía ser una aproximación: el consumo anual de pan promedio por persona era de 72 kg. Le pareció poco, pero era un indicio. Luego siguió remontando: con cuánto trigo se hace un kilo de pan. Con 1,34 kg, leyó. De manera que el requerimiento de una persona es de unos 100 kg de trigo por año, calculó. Y fue al dato que más le importaba: una hectárea tiene un rendimiento promedio de 27 quintales. Por regla de tres simple González supo que en su patio podía producir 270 kilos de trigo, con los que era posible obtener unos 200 kilos de pan.

Casi para tres personas, pensó González, pero también usaría la harina para fideos, pizzas y otras masas, con lo que empezó nuevos cálculos, hasta que un ladrido en la puerta lo hizo abandonarlos y asomarse a ver de qué se trataba. Canejo le ladraba a un caballo que desde hacía mucho merodeaba por la zona. Retuvo al perro y entonces vio que el jardín delantero también era aprovechable. Todo esto será un trigal, le dijo a Canejo que lo miraba y movía la cola, porque nadie va a venir a robar espigas, así que deberás cambiar de ubicación tu letrina. Tendré para mi cuota de pan y demás, y me quedará un remanente que ya veré cómo lo administro. El caballo ramoneaba las ramas bajas de un sauce junto a la verja de entrada, y González lo imaginó tirando de una reja que no le costaría conseguir. El cuadrúpedo parecía manso y él se le acercó amistosamente y de a poco lo fue conduciendo al lado de adentro del cerco, hasta que cerró la puerta. Había resuelto una cuestión muy importante.

Recordó que tenía un rollo de alambre tejido guardado, con el que había pensado cercar el frente, porque se metían las vacas de la señora Valente, que siempre andaban sueltas. Con eso podía cercar una superficie no muy grande pero la necesaria para albergar unas cuantas gallinas que le suministrarían huevos, suficiente con tres a la semana, se dijo, pensando en su colesterol, y uno que otro pollo para el horno, aunque los plumíferos no le gustaban, pero tal vez podría negociar con la señora Valente, a cambio de manteca o algún queso, o un poco de carne cuando faenaba, que podía salar para que se mantuviera por largo tiempo. Igual no le preocupaba mucho la carne, porque el lago, fuente de mosquitos, también lo era de proteínas: con la pesca le alcanzaba.

No tengo frutales, pensó, pero miró a un costado la parra cargada de racimos a punto de madurar y se dio cuenta de que podía disponer de su propio vino. Muchos litros, para mí y para cambiarle a don Jacinto, el de las colmenas, por un poco de miel para endulzar el té, o a don Severino, que arreglaba todo tipo de herramientas y aparatos, o a doña Dalinda, la costurera. Además, terminaría de armar el destilador que empezó a fabricar años atrás, para aprovechar el orujo, del que obtendría un buen aguardiente. Fue al depósito y ahí lo vio. También encontró varios utensilios e instrumentos que tenía arrumbados y que pasarían a ser de suma utilidad. Se sintió como Robinson Crusoe, pero no tenía nada que ver: esto era otra cosa, un proyecto colectivo, un emprendimiento social, con gente en la misma situación que él, prestos todos a salir adelante y generar algo nuevo.

Por la ventana que daba al camino vio pasar a Gaspar con sus ovejas, un rebaño numeroso, casi como su familia, porque Gaspar tenía un montón de hijos, de distintos sexos y edades, tantos que nunca supo si todos eran propios o vivían con él novias, novios o simples agregados. Habría que pensar que en un futuro puedan faltar abrigos, nadie puede saberlo, y entonces las ovejas de Gaspar proporcionarán lana para hilar y tejer, después se verá cómo teñirla, Pero fue un después corto: ya no habría anilinas comerciales y se volvería a las naturales, y recordó que en la antigüedad los colorantes eran muy apreciados y cotizados, y que incluso el crecimiento económico de los fenicios comenzó con la comercialización de un molusco de donde se obtenía el púrpura. González se entusiasmó: tenía un libro sobre colorantes, que le había regalado a su esposa cuando le dio por tejer al telar, algo que le duró pocas semanas, y que dejó abandonado en un cuarto que nunca volvió a abrirse.

Así será, dijo en voz alta, convencido, estentóreo, sintiéndose joven y útil, no tanto a sí mismo como a esa pequeña comunidad que lo rodeaba y a todos los de la región que se sumarían al proyecto. Así será, repitió casi en un grito, pero solo lo escuchó Canejo, que echado en el piso lo miraba con la cabeza apoyada en las patas delanteras.

Recordó algunos libros de ciencia ficción leídos en su juventud, historias apocalípticas en los que alguna hecatombe diezmaba a la humanidad y unos pocos intentaban sobrevivir. Había un problema serio, más serio que procurarse los alimentos: protegerlos, y no de las alimañas, sino de otros grupos en situación similar. Homo hominis lupus, dijo, y miró en un mapa de la región, enmarcado a un costado de su escritorio, el lago y la ubicación de su casa y las de los vecinos. Por el lado terrestre estaban medianamente cubiertos: la montaña era infranqueable y solo se accedía al lugar por un camino que atravesaba quebradas angostas y profundas –algo así como las Termópilas, pensó– que se podía controlar con facilidad. En la ribera norte, exactamente al frente aunque distante, tanto que no se distinguía la costa en el horizonte, había –según le comentaron alguna vez– un asentamiento de gente que trabajaba en los pinares de esa zona. Trabajadores (mal entrazados, dijo una jueza jubilada que alquiló un tiempo el chalet del alto y se fue porque no le gustaba el ambiente), todos trabajadores, pero sabido es que cuando deja de haber trabajo y falta la comida algo hay que hacer, pensó González, y la historia demuestra que lo corriente es invadir al vecino y apoderarse de sus reservas. Alguien tendrá que encargarse de parlamentar con esa gente, no yo, que no sirvo para eso, y allí le apareció la imagen de Galerna, el gremialista retirado con quien supo conversar varias veces, vecino desde hacía poco más de un año, que sin dudas tendría capacidad para la oratoria y la persuasión. La cuestión sería decidir si convenía anticiparse a cualquier hecho o esperar a ver cómo evolucionaba todo. En rigor, si era por defenderse, no faltaría quien sostendría aquello de que la mejor defensa es un buen ataque, y propondría arrasar con los del asentamiento del norte. Siempre fue así, murmuró. Primero por los alimentos, después, en un futuro acaso no tan lejano, aunque yo no lo veré, será por las mujeres. Demasiados hechos de ese tipo registra la historia de la humanidad, y al fin de cuentas permitió la diversidad genética, pero a nadie le ha de gustar que le secuestren a sus hijas. Imaginó a su pequeña, que aunque ya estaba cerca de los cuarenta seguía siendo su pequeña, en las manos ásperas de algún hachero de la costa norte, manoseándola, babeándola, y le dio una sensación muy desagradable. En una época posterior de la historia las invasiones fueron por oro o riquezas y mano de obra gratis, es decir, esclavos. Empezaron a cruzar por su mente imágenes de eso, los muchachos y muchachas de Gaspar y de toda la vecindad con grilletes, marcados a fuego y caminando descalzos en una larga fila bajo el látigo de esos tipos del norte. Logró detener ese devaneo del pensamiento, que le hacía mal, y volvió a musitar Homo hominis lupus.

El sol ya estaba bajo y se había escondido entre nubes. La penumbra lo llevó a más preguntas y dudas sobre el futuro de aquello, y en particular se detuvo a pensar cuál sería la organización que le darían a esa comunidad. De inmediato le surgió la palabra democracia, pero en el acto comprendió que no sería algo fácil, y que habría pujas internas, se armarían pequeños clanes, los más poderosos intentarían imponerse, aquellos que disponían de alguna herramienta o habilidad, también. No, no solo no sería fácil, sino que posiblemente el acierto en ese aspecto definiera el éxito o el fracaso de la nueva nación (sonrió González cuando sin proponérselo mencionó a aquello de esa forma).

De improviso vio el fogonazo de un rayo y el inmediato estruendo, y en pocos segundos comenzó a llover. No había reparado en la tormenta, y pensó que el agua ablandaría el suelo y facilitaría el laboreo. Cayó otro rayo sobre el lago, más o menos en la misma dirección que el anterior y un feo presentimiento empezó a tomar forma en su mente. Rayos, truenos, fenómenos corrientes pero extraordinarios, impresionantes, acaso mágicos para mentes supersticiosas, y entendió que sería inevitable la aparición de ideas religiosas y la adoración o devoción por esas cosas. Dioses raros, ídolos de piedra, efigies, la formación de una casta sacerdotal, venal y parásita, que pondría en riesgo el correcto funcionamiento de la comunidad, además de imponer ritos y ceremonias, incluso tontas costumbres. Algo parecido a la desazón comenzó a invadirlo.

Un rayo más ruidoso y muy cercano hizo vibrar los vidrios, y en el acto un golpe muy fuerte sacudió la puerta del frente, que resistió el embate. El relincho delató al autor. Cuando se asomó, el caballo que tiraría de los aperos de labranza ya había roto la verja y desaparecido. La mente de González abandonó las proyecciones políticas y teológicas y se concentró en las dificultades cotidianas a corto plazo, como mensurar todo lo que le esperaba por hacer, las horas necesarias para ello y para cuántas daría su físico, máxime porque se cansaba con facilidad, la escasa empatía que generaba en los vecinos y, a la vez, el fastidio que le provocaban algunos, su poca predisposición para el diálogo, la nula habilidad para los negocios, la incorporación de agotadoras obligaciones diarias como era la de cavar, sembrar, carpir, regar, controlar plagas y demás cuidados de los cultivos, participar en asambleas o simples reuniones diarias para evaluar los problemas, los múltiples problemas a los que se enfrentarían, las defensas que habría que preparar, los turnos de guardia, el desgastante trabajo organizativo, los pleitos y enfrentamientos entre vecinos que habría que dirimir, sublevaciones, traiciones…

González le dio de comer a Canejo, se sirvió un whisky y encendió el televisor. En el canal de clásicos estaba anunciada una de cowboys que vio cuando era chico.


Ilustración: "Evitando daños colaterales" de Alejandro Barbeito

 

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