Monumental Hermanos Palacios
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Acabo de leer la introducción a The Johnny Rivers’ affair, relato subido a este blog en el año de la pandemia.
Dice allí “...hay nuevos alterados, fastidiados, resignados, indiferentes, desquiciados… Hay de todo y todos esperamos que vuelvan los tiempos de abrazos, contactos y besuqueos”. Pasó la cuarentena y volvieron esos tiempos, algunos perdimos amigos o allegados y, hay que decirlo, en distintos aspectos todos quedamos alterados, también fastidiados, resignados, indiferentes y ni qué decir desquiciados: tanto y tantos que hasta se encaramaron al poder. Hoy, aun con los abrazos y besuqueos al alcance de cualquiera, vemos a diario, en los periódicos, en la tele y en todas partes, un desfile inacabable de traidores y miserables. No es esta una buena época, no la que muchos esperábamos.
Entonces, como decía la citada introducción, si voy a aportar algo, que tire para arriba.
Para eso va Monumental Hermanos Palacios, que integró el libro El deseo y las sombras, publicado por Baez Ediciones en 2007, y del que un fragmento lo he incluido en mi galería de artes y artimañas www.frailemuerto-malasaña.com.ar
Desde chico me atraparon los circos y aunque han cambiado mucho me siguen generando asombro y entusiasmo. Pese a esa atracción, nunca tuve la frecuente fantasía de abandonar todo e irme con alguno de ellos. A cambio de eso, escribí este relato que me hizo sentir parte de la troupe circense.
Monumental Hermanos Palacios
Los números no mienten: lo que sacamos rompiéndonos el alma lo gastamos en combustible para poder movernos de una miseria a otra. Así había dicho Eustaquio, amaestrador de perros, eventual payaso y administrador de la empresa, luego de mostrarles algunas cuentas que los otros no se molestaron en mirar. Después, cuando vinieron a llevarse el vetusto camión, el tractor y los remolques pintarrajeados con escenas circenses, un empleado ocasional que intentaba cobrar preguntó qué clase de circo iba a ser ése; los hermanos lo miraron feo pero ninguno se animó a decirle nada, y fue Eustaquio quien volvió a hablar. Es verdad que los carromatos ayudan al aspecto pintoresco de un circo, pero ya verán que nos vamos a arreglar mejor, dijo entonces.
Esa misma tarde acomodaron a los animales en las jaulas portátiles, que se podían armar y desarmar fácilmente, y comenzaron a cargar los dos vagones que pasarían a ser la totalidad de la infraestructura del “Monumental Hermanos Palacios”, como anunciaba el cartel de vivos colores. Eustaquio, el mayor de los Palacios, los había conseguido a buen precio, y si bien los limitaba a actuar en pueblos a la vera del ferrocarril, desplazarse en tren costaba un precio irrisorio si se comparaba con lo que gastaban antes.
Dispuestos a ahorrar, para reducir traslados los hermanos procuraban instalar la carpa cerca de la estación; además, a uno de los vagones le habían armado un pequeño baño, de manera que una vez descargado lo usaban de vivienda, con lo que también evitaban gastos de hotel.
En las primeras actuaciones parecían estar más desconcertados los artistas que el propio público ante la economía de recursos móviles del circo. Los vagones con la carpa, los aparejos, el trapecio e implementos varios, además de los animales, eran enganchados en algún convoy de carga; por disposición de la empresa de ferrocarriles los integrantes de la troupe no podían viajar en ellos, y entonces lo hacían en tren de pasajeros, en el que llevaban todo el vestuario y elementos personales.
El mayor problema surgió cuando notaron que tras los viajes los animales quedaban en un estado de fuerte tensión, del que no se recuperaban sino pasados dos o tres días. En una oportunidad el león volteó dos veces su morada portátil, hasta que quedó en libertad ante la vista de un lugareño, contratado para la ayuda en el armado de la carpa, que del susto se orinó encima y abandonó el trabajo. Sin embargo, Jericles no se movió del lugar y en cambio comenzó a rugir incesantemente, con cierta disfonía, hasta que Píndaro Palacios, su domador, le sacudió el lomo con una escoba. A los monos fue necesario embolsarlos porque mordían a cualquiera que se les acercara. Los perros comenzaron con la costumbre de aullar a toda hora, y de ellos el peor resultó Robespierre, que en medio de las actuaciones le daba por levantar la pata ante todo lo que topaba.
Es un estrés previsible –les dijo un barbado veterinario–. Sus reacciones responden a sus diferentes personalidades. Uno ruge, otros atacan, éste mea para marcar territorio, porque ha perdido el que tenía...
Les recomendó una solución: media hora antes de viajar debían sedar a todos los animales. Eustaquio se negó a dopar a sus perros, argumentando que perderían reflejos e instintos, y decidió que los canes viajaran con ellos. Sin embargo, su preocupación distaba de la comprensión de los guardas, que a la primera oportunidad en que quiso subir al tren con los animales lo amenazaron con hacerlo bajar.
Eustaquio no se rindió: vistió a los animales con capas y cofias, según correspondiera, y él mismo se puso el traje de domador, y con esa presencia se dirigió altanero al inspector, presentándose con su nombre artístico, e hizo hacer todas las gracias y suertes a sus perros. Aprovechando el mudo asombro del funcionario, se instaló en su asiento, rodeado de sus cuadrúpedos artistas, recomendándoles a viva voz continencia de esfínteres. El menor de los Palacios, Cannobal, sugirió que viajaran los tres con sus ropas de actuar, y así él se disfrazó de payaso y Píndaro, a regañadientes, se cubrió con una malla de leopardo. Al principio cosecharon sólo risas, pero cuando Eustaquio hizo bailotear a los perros y Píndaro empezó a hacer saltos mortales entre los asientos, los demás pasajeros aplaudieron y Cannobal no tuvo reparos en pasar la gorra. Además, aquellos que viajaban al mismo lugar de destino pasaban a ser sus mejores propagandistas.
Cannobal comentó una noche, tras la cena, que apostaba a que no habría tanta gente en la primera función como la que se había juntado esa tarde al verlos llegar y descargar los bártulos, y como nadie le respondió agregó que tal vez habría que actuar en la misma estación.
Es preciso decirlo: si por algo subsistía esa misérrima empresa dedicada a un género en pleno retroceso, absolutamente rezagada en medios técnicos, alejada de los mercados apropiados..., o para ser más claro, si el “Monumental Hermanos Palacios” aún daba de comer a sus dueños, era porque cada hermano aportaba algo aparte del precario talento artístico. El multifacético Píndaro, entre otras especialidades que con los años había aprendido, era un arriesgado trapecista que generaba en el público sentimientos opuestos y que se sucedían implacablemente en el mismo orden: antes de su actuación, compasión y lástima por su figura contrahecha; desagrado y hasta algún deseo de que se estrellara apenas iniciaba su número y mostraba sus deformidades con soberbia y cierto desdén. Cannobal, el menor, pésimo payaso y burdo malabarista, poco antes de emborracharse solía tener ideas ocurrentes que pasaban por su mente como aves extraviadas. Y para capturarlas y llevarlas a la práctica estaba el mayor, Eustaquio.
Al llegar al próximo pueblo, el más pragmático de los Palacios hizo los arreglos necesarios. En corto tiempo acondicionaron los vagones para que una vez descargados pudieran ser utilizados como escenario. Diferente de la pista tradicional, algo limitado el espacio, pero con una buena altura para ser visto sin problemas. Era primavera, por lo que la falta de carpa no resultaba tan extraña. A un costado del andén se instalaron las sillas, y en un ramal secundario, vía principal de por medio, se estacionaron los vagones que reemplazaban a la pista.
La noche del debut hubo un lleno total, y la función fue un éxito. Pareció como si todo hubiera sido realizado cientos de veces antes: los cambios de escenario, la entrada de los artistas y su actuación... hasta la labor de los animales, poco acostumbrados a actuar al aire libre, fue perfecta. También lo fue la del día siguiente, sábado, otro suceso de público. Envalentonado por el éxito, al cerrar la noche Eustaquio anunció una función especial para la tarde del domingo: matiné infantil, con entrada a mitad de precio. La gente ovacionó, mientras él calculaba cuánto harían de taquilla, Píndaro hacía ostentación de sus bíceps y Cannobal, semioculto tras una cortina, inauguraba una botella de ginebra.
A la mañana durmieron hasta muy tarde. Apenas se levantó, Eustaquio comentó que tal vez debería avisarle al jefe de estación lo de la matiné. El trapecista le respondió que acababa de verlo partir en su moto, y que no creía le interesara volver a ver la función porque ya había estado la primera noche. Eustaquio intentó decirle algo, pero en ese momento llegó Cannobal a informarles que el león estaba con cagadera.
A las tres y cincuenta y cinco minutos no cabía más nadie en el andén de la estación, y el barullo infantil era tal que había que hablar a los gritos para entenderse.
Decidieron cancelar la actuación de Jericles, a quien sólo exhibirían tomado de una cadena –cuidando que su imponencia no se opacara con un movimiento de vientre–, cambiaron el orden de un par de números, acortaron otro y, como siempre, acordaron el cierre triunfal con la actuación de Píndaro en el trapecio.
Así se hizo: los niños guardaron un respetuoso silencio, excepto en las intervenciones del payaso, y ni siquiera los más pequeños perdieron su atención con el transcurso del espectáculo. Al llegar el número final, al trepar el trapecista a las alturas, podían verse las caritas con la boca y los ojos bien abiertos siguiendo los ágiles y seguros movimientos de Píndaro. Éste hizo algunas rutinas preliminares, hasta que se anunció la prueba máxima. La muerte planeando sobre las fieras –acotó la voz forzadamente excitada de Cannobal, transformado para ese número en relator– ¡el triple salto mortal sobre el temible león Jericles! Empujaron la jaula del felino, que dormía apaciblemente y ni siquiera bostezó, hasta dejarla bajo el trapecio, de manera que el techo de malla hacía las veces de red de seguridad, o debía de hacerlo, porque con tantas deposiciones nadie había querido entrar a revisar cuán segura estaba atada. Allí un certero palazo en la entrepierna devolvió temporariamente la fiereza al animal. Cuando calló la voz de Cannobal, se escuchó un redoble de tambores que fue creciendo hasta hacerse ensordecedor.
Así lo escuchó Javier Pereyra Reynoso, jefe de estación (treinta y dos años de servicio, catorce en el cargo), que venía lanzado en su motocicleta Gilera 150, puteando a gritos. Así lo escuchó, ensordecedor y mezclado con el ronroneo sibilante del “Flecha de Plata”, expreso dominical, que cuando se atrasa un minuto no para ante nada ni nadie, y que todas las semanas pasa por el pueblo como un soplido, como un violento soplido que sacude la estructura de madera de la vieja estación y la pequeña casilla en la que él duerme, y estremece todo lo que hay cerca. Y ahora escucha el griterío descontrolado de los niños, ve salir a uno de ellos y a otros más y ya la puerta de acceso al andén se cubre de niños espantados que se encajan al intentar pasar todos juntos, hasta que lo van logrando y ya son menos pero los últimos gritan más, y entonces sale un león de aspecto cansado que indiferente mira hacia ambos lados y se echa sobre las petunias del jardincito al pie de la imagen de la Virgen de los Desamparados, patrona del pueblo.
Javier Pereyra Reynoso pone el pie en el andén cuando ve a dos hombres que traen a otro alzado. Éste, vestido de leopardo, con un enorme tajo sangrante en la cabeza y un brazo colgando, le recrimina a gritos cómo no les avisó que pasaría un tren justo cuando actuaban. El que parece menor, con una sonrisa despreocupada y un notorio vaho alcohólico, dice para quien quiera escucharlo que el efecto del tren pasando como una tromba entre el público y el escenario es insuperable, pero tiene que ser con público adulto, y le pregunta si no hay ningún expreso para la noche.
El otro viene concentrado. Como quien está haciendo números.
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