The Johnny Rivers’ affair

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Los días transcurren, algunos los sufren, otros los ven pasar, están los que los cuentan y los que prefieren no mirar el almanaque, hay quienes ya no podrán contarlos (también los que intentamos contarlos, o en lo posible novelarlos), hay nuevos alterados, fastidiados, resignados, indiferentes, desquiciados… Hay de todo y todos esperamos que vuelvan los tiempos de abrazos, contactos y besuqueos. 
Tras un tiempo largo –más de lo que pensaba, 217 días, para ser preciso– me propuse volver a este blog. Pero desde mi última incursión las cosas han cambiado y el ánimo general también. Entonces, si voy a aportar algo, que tire para arriba. Porque como decía aquella rumba de Peret, es preferible reír que llorar.
A fines de los sesenta se editó en la Argentina un disco de Johnny Rivers –un long-play, tal como se llamaban los hoy rebautizados vinilos–, “Live at the Whisky a Go-Go”, cuya mayor novedad era incluir un tema que ocupaba toda una cara, casi 16 minutos de puro ritmo (una maravilla para los que ponían música en los boliches). John Lee Hooker es su título y fue un homenaje de Rivers al blusero. Quien no lo escuchó lo puede encontrar en internet, y también se puede ver en youtube una versión del autor, grabada en vivo en Buenos Aires, en la que interviene Pappo.
En épocas en que los músicos populares no hacían conciertos sino que se presentaban en bailes de clubes, a veces con varias actuaciones en distintos lugares y en una misma noche, no faltaban los timadores y oportunistas que hacían su negocio vendiendo cantantes o grupos a los que ni siquiera conocían. Sobre ese tema, hace varios años escribí “The Johnny Rivers affair”, un cuento que formó parte de Los pecados interiores, con el que obtuve el premio Luis de Tejeda del año 2000. 
Pese a que es bastante largo, lo escribí de un tirón, con sorna, cierto cariño por los personajes y poca sutileza (“registro grueso”, dice Juan Sasturain en la contratapa). Veo sus límites, pero tiene algo por el que le guardo un especial afecto: aunque siempre disfruto cuando escribo, con este, además, me divertí, y mucho. 
Entonces, y como decían los presentadores de antaño, “para que todos ustedes prosigan bailando” –leyendo, en este caso– “ya está aquí ¡Johnny Rivers!”.
A divertirse, y no olviden que en el bufé hay cerveza helada.

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The Johnny Rivers’ affair

Ilustración: Alejandro Barbeito


–Espero que empiece a aparecer la gilada, porque hasta ahora hay sólo algunos curiosos y una mesa de mamados que están ahí porque no se pueden mover –comentó Rufinatti, el animador, asomado a una ventana del salón.
El conjunto, con tres días de ensayo, formado por músicos de errática trayectoria con cúspide en fiestas de cumpleaños y despedidas de soltero en barrio Alberdi y alrededores, comenzó a bajar los instrumentos: dos guitarras, bajo y batería, más una serie de estuches y cajas vacías e inservibles, recomendación de Perotti, "da una imagen más profesional que caer con dos guitarritas de mierda". Algunos pibes cargaron con los bultos rumbo al camarín, seguidos por los músicos, que eligieron los estuches vacíos.
–Ya tengo todo estudiado, Rufi –llegó diciendo Perotti–, las salidas, por si hay que rajar, y el lugar clave para estacionar el auto.
–Qué querés que te diga... No termino de convencerme. Y eso que anduve en muchas.
–Lo tengo todo calculado, Rufi, todo bajo control. El dato es preciso. La comisión directiva es nueva y está peleada con la anterior –dijo Perotti mientras acentuaba cada palabra con un golpe de su índice sobre el esternón del animador–. No tienen experiencia en esto... ni nadie que los avispe. Ahora vamos, nos tomamos una ginebra con coca, que te calme los nervios, y te explico mejor.

"Y bien, amigos, en esta noche de alegría y buen ritmo, ya llegan con ustedes... ¡Looos Sammys!" Y Rufinatti dijo algo así como sémmeis, ignorando el origen del término: Salamone, Mercado, Mangupli y Sosa. Los muchachos subieron a los endebles tablones masticando chicle y saludando primero al público en general con el brazo en alto y luego, más discretamente, con un movimiento de dedos, a alguien en particular, inexistente, desde luego. Arrancaron con lo que ellos estimaban su página mejor: "Twist a la medianoche", pegajosa melodía plagiada a Elvis Presley, maltratada hasta la impiedad por el Calefón Sosa en la batería. Algunos adolescentes batían palmas y movían sus caderas, más por el frío que por el ritmo, pero el grueso de la gente joven se preocupó en particular por la elección de los proyectiles. Los adultos rumbearon a las mesas, baños o al bufé.
Los Sammys siguieron con un tema instrumental, "De buen humor", para lucimiento de Johnny en primera guitarra, dijo el animador, refiriéndose al "Pequeño" Mercado –Juan, de nombre– quien había visto una vez a "Los Teen-Agers" hacer el clásico de Glenn Miller con la tercera afinada en sol sostenido y apretando los trastes con un encendedor, imitando una guitarra hawaiana. Si alguien es tan amable de facilitarme un encendedor... –dijo el Pequeño, algo encorvado para que su metro noventa no reventara el saco de lamé prestado. Se hizo un tenso y preocupante silencio. Sutilmente, bajista y guitarrista restante dieron un paso atrás y se pusieron en línea con el Calefón, ya medio oculto tras los tambores. Sólo el Pequeño quedó ante el micrófono. De pronto alguien dijo "quieren fuego". "A darle", gritaron otros, y un aluvión de fósforos y papeles encendidos cayó sobre el escenario. Los Sammys desaparecieron por un costado y volvió Rufinatti rogando "un poco de paciencia, cordura y, sobre todo, respeto para estos auténticos profesionales que acaban de grabar su primer disco en RCA Victor, del cual, damas y caballeros, están muy avanzadas las negociaciones para que sea lanzado en esta prestigiosa localidad. Pero, además, amigas y amigos, los Sammys han sido designados para representar a nuestro país en el mundialmente famoso Festival Internacional de Caracas, triunfando en la preselección a cientos de conjuntos y solistas de la Capital Federal." Pareció resultar, porque amainó la lluvia de fuego y sólo hubo que lamentar una cortina chamuscada. Volvieron los Sammys, esta vez tocando casi con un pie en la escalera del escenario. El Pequeño Mercado sacó del bolsillo el encendedor de la discordia, un Monopol con los costados nacarados, y ejecutó con discreta destreza y pésimo acompañamiento el postergado "De buen humor".

Perotti terminó de contar el dinero de la taquilla e hizo un rápido cálculo mental de gastos, arribando a la conclusión de que se trataba de un buen negocio. Levantó la vista de los billetes y se encontró con la mirada bobalicona del secretario de fiestas del club, el gesto torvo del presidente y la cara neutra del tesorero. Rápidamente improvisó: "con esto jerarquizarán la institución a niveles que ustedes no se imaginan". Ninguno le contestó. Una mano peluda abrió la puerta de la boletería y su poseedor, un gigante que debió doblarse para pasarla, le preguntó "oiga, ¿a qué hora actúa el tipo ese?, porque ya son las doce y pico y todavía no apareció". Perotti tragó saliva y carraspeó. Luego, sonriendo lo mejor que pudo les dijo, "Johnny está acostumbrado a actuar tarde, ya saben cómo son estos yanquis. Pero estoy seguro de que ya está en el pueblo... Vean, me voy hasta el bar de la terminal, seguro que está ahí tomando un café con leche. El siempre toma... ". Intentó ponerse de pie, pero el gigante le cruzó medio cuerpo en el camino y lo dejó sentado en la silla. “Usted quédese aquí que yo voy a ver si está –gruñó–. ¿Cómo es el fulano?” Perotti se estremeció y emitió un inaudible "de pelo largo... medio castaño". El otro le dirigió una mirada cargada de amenazas y dirigiéndose a los de la comisión les advirtió: "de acá no sale un peso hasta que ése no esté aquí adentro".

En el escenario las cosas se complicaban. Tras una larga serie de interpretaciones que incluyó temas dispares como "Popotito", "Se va el caimán" y una irreconocible versión de "Venecia sin ti" –que tuvo como resultado apaciguar a parte del público, en particular a los que aprovecharon para bailar apretados–, los Sammys arrancaron con los acordes de "John Lee Hooker", que hicieron saltar al animador al escenario y con poco disimulo gritarles "paren, pelotudos". Luego, más formal, con tono melifluo se dirigió al público. "Con este ritmo nos vamos preparando para cuando llegue Johnny Rivers, amigos. Pero ahora los Sammys nos harán..." y miró a los desconcertados músicos que optaron por repetir "Twist a la medianoche", algo peor que en la primera oportunidad.

Rufinatti bajó del escenario y a paso acelerado salió en busca de Perotti. Lo encontró saliendo de la boletería, con el rostro desencajado.
–La guita está adentro, Rufi. Pero no hay Cristo que les saque un mango hasta que no vean a Johnny Rivers en el escenario. Y no hay vuelta, estamos jodidos...
–Peor están aquéllos, que ya no saben qué tocar y en cualquier momento los linchan.
–Hacelos bajar, por lo menos que salven los instrumentos. Ya veremos cómo salvamos el pellejo nosotros –dijo Perotti, hecho un héroe de historieta.
–Cómo lo salvás vos, porque yo me alzo a la mierda –y dicho esto volvió al escenario, en el preciso momento en que un certero naranjazo llevaba el charleston dando vueltas por el aire contra el telón de fondo y el Calefón Sosa quedaba pateando el piso.
Rufinatti los hizo bajar y tomando el micrófono pidió "un fuerte aplauso para estos excepcionales músicos que con esta actuación se despiden de la provincia para iniciar una larga gira por el país y Latinoamérica. ¡Fuerte ese aplauso!". Los Sammys manotearon cuanto pudieron y aunque no pareció un gesto acorde con el rutilante futuro que alardeaba el animador, bajaron del escenario arrastrando guitarras, bajo, redoblante y platillos. Y cuando Rufi ya iniciaba la segunda parte de su alocución, el Calefón volvió a subir con paso felino y cargó con el bombo.
–Y bien, amigas..., amigos..., damas..., caballeros... Ya llegó el momento por todos esperado. Estoy en condiciones de anunciarles que... ¡Ya está en estas instalaciones Johnny Rivers! –gritó, echando un discreto vistazo para ver la reacción–. Estimo que en quince minutos más lo tendremos acá en el escenario. Ahora los invito a que sigan bailando y templando el ánimo en el bufé. Hasta dentro de un rato.
Rufinatti pasó como una exhalación por el depósito que hacía de camarín. Abrió la puerta y les dijo a los atribulados Sammys: armen todo que nos rajamos.
–Yo quiero la guita –dijo el Pequeño–. Puse los huevos ahí arriba y ahora quiero cobrar.
Rufinatti amagó con explicarle, pero suspiró con fuerza y señalando hacia afuera le dijo "que te arregle Perotti".

Perotti estaba en la puerta, tiritando de frío o del susto. Parecía embelesado por el canto de los sapos, o la contemplación de las estrellas, o tal vez anestesiado por el olor del agua estancada. Así lo encontró el Pequeño, que le arrimó su humanidad para pedirle plata. Así también lo habrá visto, si reparó en él, Enzo Tomiglia. “Enzito, el hijo del tambero de los Gatti; anda siempre con campera de cuero, cadenas y se deja el pelo largo. Es un buen pibe, hasta medio pavote el Enzito, pero le da por vestirse así” –le respondió luego a Perotti un viejo que vendía caramelos en la puerta.
Perotti iba a decirle al Pequeño que le daría un cheque, cuando vio estacionarse al frente suyo una descolorida pick-up, y del lado del acompañante bajó un flaco desgarbado que al saberse observado se acomodó el jopo con un sacudón de cabeza ayudado por una compleja composición de dedos.
–Ahí está. Vos que creías que no iba a venir –dijo Perotti, más para él que para el Pequeño, y caminó resuelto hacia el recién llegado.


El Pequeño entró como una tromba al camarín y cargó las dos guitarras enfundadas.
–Vos poné el auto en el portón de la cancha de fútbol –le dijo a Rufinatti– y quedate ahí. Y ustedes –a los músicos– carguen todo y se juntan conmigo en la puerta en cinco minutos.
Alzó las dos guitarras enfundadas y un sombrero y salió hacia el pasillo de los baños. Esquivó a una patota que quiso hacerle cantar la marcha peronista y por el ventiluz de un depósito pasó los bultos a la calle. Luego a paso acelerado volvió a la puerta.
Perotti estaba en animado diálogo con el joven Tomiglia, que oscilaba entre el ánimo festivo y la desconfianza. Una botella de "Doble W" circulaba de mano en mano.
–Sí, a él no le calienta la calidad del lugar sino la gente –alcanzó a oír el Pequeño. Y Perotti siguió–. Pero los viejos estos que manejan el club, ya saben ustedes cómo son... Desconfían de todo lo moderno, y encima creen que todo el mundo los quiere cagar.
El Pequeño fue a recuperar las guitarras, apoyadas en el alféizar del ventiluz y aprovechó para orinar en la oscuridad. Del interior del club se escuchaban chiflidos y puteadas de todo tipo. Cuando volvió a la puerta de entrada ya estaban ahí los otros Sammys.
–Nos vamos a divertir un poco, muchachos, y de paso matamos el tiempo, porque Johnny está actuando en Marcos Juárez y hasta las dos y pico o tres no viene –decía ahora Perotti.
La botella estaba casi vacía y el trío de la Dodge parecía tener más ganas de fiesta que de escuchar música.

En el interior el ambiente comenzaba a enardecerse y al griterío se sumaban algunos aislados ruidos de botellas rotas.
–¿Y vos qué querés que haga? –se escuchó nítida la voz del joven Tomiglia.
Cuando estimó que el tiempo para la persuasión ya era suficiente, el Pequeño se acercó al grupo y con inocencia virginal dijo “¿entramos?”. Entonces le encasquetó el sombrero a Tomiglia, llevado del brazo por Perotti, que entró repitiendo en distintos tonos “yeah, yeah", dejando la duda de si era parte del rol o efecto de la "Doble W". Perotti miró de reojo a la comisión directiva, en pleno en la puerta de la boletería, y les dijo –profético– “el momento ha llegado". El grupo se dirigió al camarín, con el Calefón abriendo paso con gestos ampulosos y el Pequeño en la retaguardia, portando las guitarras y un andar de guardaespaldas.
Perotti retuvo al Pequeño en el camarín, dio instrucciones al Calefón –que debía plantarse al lado del que ponía los discos– y envió a los otros Sammys a que se quedaran en el auto y enviaran de vuelta al animador. Terminó de aleccionar a Tomiglia, con picardía y seriedad a la vez, y éste se quedó mirándolo con un gesto de curiosidad.
Entró Rufinatti, pálido y tiritando.
–Los muchachos me contaron... –Perotti lo sacó afuera–. Nos jugamos la vida –agregó temblando.
–La vida no, boludo. Nos jugamos una tracalada de mangos –y le explicó lo que tenía que hacer.
El Pequeño hizo una seña al Calefón y ordenó al encargado que apagara todo y dejara una sola luz en el escenario. El ritmo machacón de "John Lee Hooker" comenzó a sonar, con un persistente ruido a púa. El Calefón desapareció como en un acto de magia.
¡Andá, Rufi! El animador estaba como petrificado en el lugar. El Pequeño lo puso en la escalinata del escenario y le metió un dedo en el culo, con lo que Rufinatti hizo su ingreso, si no decoroso, precipitado al escenario, y bajo el solitario cono de luz, como en un acto reflejo, desplegó su refulgente sonrisa.
–Y bien, amigos, el momento ha llegado. Por primera vez en la Argentina, directamente de los Estados Unidos... el único... el in-cre-i-ble... ¡Jooohnny... Riiiverrrs! –terminó de anunciar.

–Ahora supongo que no quedarán dudas –dijo Perotti a los de la comisión. El tesorero sacó con parsimonia un manojo de llaves del bolsillo del chaleco y tras un minucioso examen eligió una con la que abrió un cajón del armario.
Perotti miró de reojo hacia el escenario y vio una silueta que ensayaba unos torpes pasos de baile, eludiendo la luz, tal como él le había indicado.
El tesorero contó meticulosamente los fajos, uno por uno, y los fue colocando en una caja de velas "Ranchera". Perotti sentía las manos mojadas por la transpiración, pero un repentino escalofrío le cambió el síntoma. Envanecido por los vítores y aplausos el divo había comenzado a saludar con el sombrero. El tesorero le estaba extendiendo la preciosa caja de cartón cuando se escuchó claramente, ¡andá a ordeñar, Tomiglia!
Como movida por una orden superior, la mano que extendía la caja se retrajo y la ocultó.
–¡Andá que tu viejo te va a hacer cagar! –ya gritaban otros.
Perotti vio que se acercaba el gigante de las manos peludas, y saludando con un sombrero inexistente –como el de Tomiglia-Rivers, que ahora saltaba del escenario eludiendo los botellazos que caían– enfiló a la carrera hacia la cancha de fútbol. Cuando llegó al portón, el Pequeño le gritaba a Rufinatti, que parecía buscar algo.
–¿Qué le pasa? –preguntó Perotti, agitado.
–Perdió la dentadura postiza en el camino –dijo el Calefón, asomado del otro lado del portón.
–Es mi herramienta de trabajo, no puedo trabajar sin ella –sonó, temblorosa y desdentada, la voz del animador.
Un nutrido grupo venía corriendo amenazante hacia ellos. El Pequeño alzó a Rufinatti y lo sacó a la calle.

Los integrantes de "The nightingales", grupo oriundo de la zona rural de Pascanas, tras su actuación en el baile de los conscriptos del pueblo, se conducían a toda la velocidad que daba la Estanciera, propiedad del conjunto, intentando llegar a tiempo para ver actuar a su admirado e imitado ídolo: Johnny Rivers.
En un bar de la ruta se enteraron de lo sucedido en el club y de la gresca que amenazaba formar la gente que quería que le devolvieran la entrada.
–Un viaje al pedo –dijo el mayor de los Ramella, líder del grupo, y tras una prolongada pausa le preguntó a su hermano–. ¿Vos crees que te parecés a Johnny Rivers?
–No –respondió el otro, lacónico y honesto–. Pero... ¿quién lo puede conocer aquí? –agregó, mirándose en el espejo retrovisor.
–Sabemos "John Lee Hooker", "Sally la lunga", y podemos inventar dos o tres más con cualquier nombre... –dijo como para sí Ramella grande–. Antenucci, vos pese a todo parecés yanqui, y vos, Mojarra, con la campera de cuero y unos collares podrías ser casi un baterista negro.
–¿Y si llega a aparecer justo cuando estamos actuando? –preguntó Antenucci, el tímido del grupo.
–Qué va a venir, boludo, no ves que ha sido una avivada de alguno y que le ha salido mal –respondió Ramella chico.
En las proximidades del club detuvieron a una pareja que caminaba haciéndose arrumacos y le preguntaron todo lo que necesitaban saber.
–Ustedes me dejan a mí. Si sale, hacemos tres o cuatro temas y nos vamos –dijo Ramella grande, dirigiéndose a la boletería.
Encaró a los que creyó responsables y les dijo, en una media lengua que supuso sería la forma de hablar el castellano de los extranjeros, que tenían que actuar allí esa noche, según les había informado su representante, pero como se habían desencontrado recién llegaban.
–¿Usted es Johnny Rivers? –preguntó el tesorero, aferrado aún a la caja de velas "Ranchera" con la recaudación.
–Oh, no. He is –contestó, señalando a Ramella chico, que masticaba chicle, nervioso, mientras sacudía su cabeza intentando en vano flamear su cabello motoso.
La puteada general del público comenzó a amainar cuando vieron que volvían a entrar instrumentos al club. Ramella grande decidió que actuarían tal como venían, frustrando al Mojarra que afirmaba tocar mejor con su saco de terciopelo bordó.
Sin aviso previo, cuando hubieron armado los equipos y afinado las guitarras, tras un par de palazos al redoblante, arrancaron con una versión de "Sally la lunga" que conmocionó al estadio. Ramella chico, en su papel de Johnny Rivers, hacía acrobacias con el micrófono, saltaba, se revolcaba y pulverizaba los escasos vestigios de inglés del secundario que le quedaban. El conjunto lucía sólido en el acompañamiento, aunque posiblemente no todo lo deslumbrante que podía esperarse junto a un artista de tamaña magnitud. El público, correcto, si se exceptúa un mocasín que impactó –sin consecuencias– en la guitarra de Antenucci y un inadaptado que vomitó al pie del escenario.
Tras un par de temas sospechosamente parecidos al primero, los muchachos arrancaron con "John Lee Hooker", dispuestos a prolongar la versión a una media hora, como para redondear una actuación generosa.

–No te hagas problemas, Rufi –dijo Perotti poniéndole una mano en el hombro–, ya conseguiremos una dentadura nueva. ¿Saben? –dirigiéndose a todos– Ese muchacho... el ordeñador, no anduvo bien porque acá lo conocen, pero tiene pasta, y además es caradura, porque hay que ser caradura para subir a un escenario...
Sólo el ruido del motor respondió al juicio de Perotti.
Cuando el Falcon había logrado tomar cierta velocidad y según la suposición general llevaban hechos unos diez kilómetros, el Pequeño, que iba al volante, pronunció las fatídicas palabras.
No tenemos nafta. Está la luz roja clavada.
–Qué raro, había casi medio tanque –comentó el Calefón.
–Es cierto, yo me acuerdo –dijo el Pequeño–. Entonces nos han robado.
–¡Robado! ¡Lo que faltaba, robado! ¡Los voy a demandar a esos hijos de remil puta! –farfulló Perotti, pegando puñetazos en el asiento.
El Pequeño detuvo el auto a un costado de la ruta, se dio vuelta e hizo un cabeceo como preguntando qué hacer. Seguir hasta el próximo pueblo, parar a alguien que pasara, volver... todo dicho al unísono y a cuál más fuerte.
–Hay que volver –afirmó Perotti, categórico.
–Yo los espero acá –dijo, seguro, el Calefón, y varios "yo también" se escucharon.
–Perotti, si vamos todos nos identifican antes de entrar al pueblo –le explicó el Pequeño–. A Rufi y a nosotros nos vio todo el mundo. El menos visto de todos sos vos, los únicos que te pueden reconocer son los de la comisión. Deberías ir vos, y nosotros te esperamos aquí –concluyó, acompañado de algunos "eso", "claro", "seguro"...
Perotti abrió la puerta del Falcon, caminó unos pasos y se puso a orinar apuntando hacia la oscuridad. Luego regresó y dijo, seco, "bajen".
–¿Aquí mismo? –preguntó Rufinatti, tapándose a medias la boca desdentada.
–Aquí mismo, así el auto va más liviano y gasta menos. A ver si encima me quedo en la ruta.
Cuando todos hubieron bajado, Perotti se puso al volante y arrancó puteando. Los Sammys y Rufinatti se quedaron devolviendo las puteadas del conductor.
Pocas cuadras antes de llegar a la estación de servicio tuvo el presentimiento de que estaría cerrada. Y no se equivocó.
–En la otra punta del pueblo hay una que está abierta toda la noche –le dijo un muchachito que pasaba en bicicleta.
Perotti tomó la calle que supuso lo llevaría correctamente y aceleró. A las dos cuadras el Falcon hizo un ruido extraño y pocos metros más allá se detuvo.
El lugar le resultaba familiar. Al bajar del auto escuchó música y entonces se dio cuenta de que estaba al frente del club. A través de la ventana se distinguía la presencia inquietante del gigante de la comisión. Abrió en el mayor silencio posible el baúl, sacó los elementos para procurarse nafta y echó a andar, puteando a santos y mortales. Indistintamente.

Cuando Ramella chico ya había repetido no menos de ocho veces lo que se parecía a la letra de "John Lee Hooker" y la platea comenzaba a dar muestras de fastidio, Ramella grande se plantó frente a los otros músicos, de espaldas al público, y con un ampuloso movimiento preparó un final impactante.
Hubo aplausos, vítores, chiflidos y pedidos de bis. Inflexibles, "The Nightingales/Johnny Rivers Band” guardaron sus instrumentos tras varios thanks you de Ramella chico que se sentía flotando en el limbo de los triunfadores. Prosaica, la mano oscura del Mojarra lo arrastró de la manga. Rajemos, boludo, le dijo.
Pero Ramella chico no alcanzó a pisar las baldosas del club. Una alfombra de manos lo alzó en andas y vitoreando el nombre de Johnny, lo llevó en una especie de vuelta olímpica hasta depositarlo nuevamente en el escenario.
–¡Cantá otra o no te vas sano! –se escuchó, nítida, la voz de un elocuente admirador.
Disimulando el pánico, sus compañeros aprestaron de nuevo sus instrumentos y sin aviso previo Ramella grande atacó una vez más con los compases de "Sally la lunga". Antenucci se veía pálido y con el temblor no acertaba una nota, por lo que el Mojarra debió azotar el bombo con furia para tapar los pifies. Pese a todo nadie pareció repararlo, y cuando el tema iba terminando, Ramella chico se fue corriendo hacia el fondo, de manera que con el último acorde él ya estaba por un pasillo camino a la calle.
Ante la fuga del ídolo, los músicos lograron salir sin mayores contratiempos y cuando llegaron a la Estanciera, Ramella chico los aguardaba con el motor en marcha, acostado en el asiento.
–¿Vamos a tomar algo? –preguntó con tono ingenuo.
Los demás lo miraron entre indignados y preocupados.
–Vamos a alzarnos a la mierda. Pero ya, que si nos pescan, en la próxima vuelta en andas te capan –le dijo su hermano.
Arrancaron justo a tiempo para eludir a algunos curiosos que ya se acercaban al auto. Bay, bay, les gritó el Mojarra.
A las dos cuadras, cuando la Estanciera comenzaba a tomar velocidad, Ramella grande pisó el freno y apenas pudo esquivar a alguien que con un bidón en la mano estaba sacando nafta de un auto.

–¡Animales! ¡La puta que los parió! –gritó Perotti a los de la Estanciera que casi lo aplasta–. ¿Quiénes se creen que son? –agregó, más suave, cuando le pareció ver que se detenían.
Apenas el bidón estuvo lleno, caminó por la vereda más oscura, pegado a la pared, hasta que llegó al Falcon. La gente salía del baile y Perotti, agazapado y cubierto por el auto, se apresuró a vaciar la nafta en el tanque.
Agachado bajo el volante, probó con el arranque. Tres, cinco, siete veces el Falcon respondió sólo con un ruido sordo. Perotti volvió a transpirar. Intentó varias veces más, con el mismo resultado.
–¿Quiere que lo empujemos? –le dijeron desde un grupito de adolescentes.
–¡Métanle, muchachos, que arranca rápido!
A los quince metros el Falcon hizo una horrible explosión y el motor se puso en marcha. Exactamente frente a la puerta del club. Cuando se dio vuelta para agradecer, todo se puso oscuro. Una sombra cubrió por completo la ventanilla y una mano se introdujo y cortó el contacto del auto. El gigante de la comisión lo contemplaba con su mirada amenazante. Perotti carraspeó y tomó aire como para que el golpe le doliera menos. Pero no hubo golpes. Ni palabras. Sólo se escuchaban gritos y palabrotas de los que salían del baile.
–Usted es poco serio –dijo, al fin, el gigante, mientras le hundía el dedo índice en el pómulo izquierdo.
Perotti ladeó la cabeza para zafar del dedo y empezó a balbucear un "escúcheme", cuando vio venir el puñetazo. Se tiró hacia adelante, pero no hubo ningún golpe. En cambio, se lastimó la nariz con el volante y sintió que algo caía en el interior del auto.
–No vuelva nunca más. Si yo me entero que anda de nuevo por aquí, lo busco y le reviento la cara a sopapos –le recomendó la suave pero persuasiva voz del gigante.
Perotti le dio arranque al Falcon, salió a marcha lenta hasta la esquina, dobló y allí aceleró. Pasó las bocacalles tal como venía, cruzó por el cantero central de una avenida y al llegar a la ruta apretó el acelerador todo lo que daba.
Cuando por el espejo retrovisor comprobó que nadie lo seguía y que ya no se veían las luces del pueblo, aminoró un poco la marcha. Divisó un grupo de gente a un costado de la ruta y volvió a acelerar. Al pasar a su lado distinguió quiénes eran. Frenó y retrocedió.
–Ya pensábamos que te habían agarrado los del club –le dijo Rufinatti cuando subió.
–¡A mí! ¡Por favor!
–¿Y esto qué es? –preguntó el locutor, con un paquete en la mano.
Perotti encendió la luz interior. Luego detuvo el auto y suspiró profundo mientras miraba asombrado lo que le mostraba Rufinatti.
–Dientes de oro te voy a comprar, Rufi... Yo les dije que el ordeñador tenía talento –dijo, vaciando sobre el asiento el contenido de la caja de velas "Ranchera".



 

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