El caballito

Lo que trae la cuarentena...

Hace más de un lustro que tengo este blog. Hice grandes planes con él, debidamente pospuestos, al principio con cierta culpa y después simplemente olvidados. Un par de años atrás, su autor (el talentoso amigo Alejandro Barbeito) cargó mi último libro y algunos comentarios publicados sobre éste, y yo renové los votos, o los planes, y descubrí dos cosas: una, mi habilidad para escurrirme de los senderos que yo mismo me trazo, y dos, que ya no me da ninguna culpa.

Hoy algo ha cambiado, aunque en el fondo uno sigue siendo el de siempre.

Para la historia de la humanidad, algunas semanas de aislamiento hogareño no creo que signifiquen gran cosa, pero tomados de a uno, los humanos empezamos a sentir las consecuencias: a casi todos, de una manera un otra, el encierro nos ha alterado. Ha exacerbado excesos, acentuado manías, reflotado hábitos, incentivado rarezas, acumulado kilos...

Están también quienes han reflexionado sobre su vida y a alguno, viejo y querido conocido, hasta le ha servido para intentar saldar cuentas de la infancia. Sobre ese intento escribí este relato.





El caballito                                                                                           




                                                                                                                             Para Silvio Ambrosino


  

   Según el almanaque ya transcurría el otoño, pero la semana arrancó cálida como una cualquiera de un verano que había sido caluroso, muy caluroso, y esa noche parecía agobiar más que la anterior, tanto como aquella había parecido más bochornosa que la previa y así sucesivamente, aunque la temperatura fue casi la misma, por varias noches consecutivas.

  Siete días de encierro ya, y todavía faltaban unos cuantos, y según se decía, se prolongaría por una quincena más. Vació lo que quedaba de la botella del malbec que había acopiado la semana anterior, cuando ya todos mencionaban la cuarentena aunque la mayoría la suponía algo fantasioso, o acaso distante. Si vivimos lejos de China, de Europa, de EEUU, para qué preocuparnos, había sido el pensamiento casi mágico que con pocas variantes se repetía por todas partes. Sacudió la botella como para sacar hasta la última gota y aun así no llenó ni la mitad de la copa. Se levantó, pesado por los tallarines que había preparado con una salsa que encontró en el freezer y que no pudo recordar desde cuándo estaría allí, y fue a buscar otra de la todavía bien provista bodega. Estaba tomando más de lo habitual, lo sabía, pero también comía y dormía más que de costumbre y le pareció natural que así fuera: había cambiado su rutina andariega por un sedentarismo entre cuatro paredes, las caminatas en el parque por un deambular de habítación a habitación, detenerse a contemplar los árboles, la puesta del sol o un perro jugueteando por ver la habitación vacía de los hijos o la foto del viejo, que menos mal que no llegó a vivir aquello, o simplemente detenerse ante el camisón de ella o sus cosméticos prolijamente acomodados sobre la cómoda, o ver el cajón en el que guardaba toda la lencería y desearla, recordarla con ese conjunto que se había comprado un par de años antes, para un aniversario de casados y desearla aún más. Pero la medida los encontró en un mal momento, discutiendo por temas sin solución, que ahora se daba cuenta de cuán nimios eran puestos en la cadena de años, meses, días u horas que llevaban juntos, buenos momentos, algunos muy buenos y otros malos, demasiado malos, grises, tristes, angustiosos, pero que siempre supieron sobrellevar y hasta olvidar cuando pudieron. En medio de una discusión ella decidió ir a ver a su padre al interior, y allí la sorprendió el aviso oficial: no más traslados, y todo quedó como una momentánea separación, aunque hablaron dos o tres veces desde entonces. El recuerdo le produjo un espontáneo mal humor, acentuado cuando comprobó que el sacacorchos no estaba en el cajón habitual. Buscó en los otros cajones, en el aparador y abajo de la mesa, pero no lo encontró. Recordó que lo había usado para destapar una botella de aguarras esa tarde, y entonces dirigió sus pasos hacia la cochera, adonde había estado ocupado en la actividad que lo entretuvo todo el día. Allá fue. Apretó el interruptor y el haz de luz cayó pleno sobre su obra terminada, dándole brillo y algo más. Buscó la palabra. ¿Imponencia? ¿Misterio? No, no era eso. Majestuosidad. Eso era. Un corcel majestuoso aun en su rusticidad. Claro que quien entrara y lo viera tal vez no pensara igual, e incluso se pondría a enumerar fallas. Pero nadie entraría, para eso estaba la prohibición de desplazarse, y los vecinos que acaso pudieran asomarse no alcanzarían a ver su creación. 

  La noche antes, en la que había acabado con una botella y algo más, estuvo repasando viejas fotos que guardaba en una caja de zapatos, y se vio, vestido de gaucho, con bigotes y patillas pintadas por su madre, que quemaba un corcho y con eso se las marcaba; trepado a una silla, abrazado a un tambor de lata; varias de delantal, en el patio del colegio; junto a su hermana, sentados en el cordón de la vereda... hasta que una pequeña foto ya marrón, con bordes dentados, trajo el momento discordante, la sensación desagradable que entorpeció esa cadena de imágenes placenteras. La figura lo mostraba de pie y con traje de marinero, junto a un vecino de su misma edad, cuyo nombre no recordaba, montado este en un caballito de madera. El caballito de madera que siempre quiso tener y que nunca le compraron. Pasó la edad en que los niños jugaban con su caballito y él sólo pudo verlos. Lo había recordado varias veces, pero hacía muchos años que no volvía a su mente esa ausencia, y estuvo un rato que tal vez no fue muy largo preguntándose entre sollozos por qué nunca le habrían comprado algo que no era muy caro, no más que otros regalos que le hicieron, y que él había deseado con tantas ganas. Así se quedó dormido en el sofá, con las fotos desparramadas a su alrededor. A la mañána, cuando la luz del sol en la cara lo despertó, guardó las fotos en su lugar, se dirigió al baño y mientras se duchaba empezó a darle forma a la idea. De ahí pasó a la cocina a preparse un café. Para entonces no sólo sabía qué debía hacer, sino cómo y con qué. 

  El viejo sillón destartalado todavía estaba arrumbado al fondo de la cochera, y sería la fuente principal de madera para la estructura del caballo. Tenía también listones de distintos grosores y clavos y tornillos en cantidad y hasta recordó que en el estudio, bajo una pila de bolsas llenas de papeles que se había propuesto seleccionar y tirar se escondía una cabeza de unicornio que podía transformarse en la coronación de su obra. Puso la caja de herramientas sobre la mesa y apartó las necesarias, luego preparó el mate y empezó a desarmar el sillón. Separó los balancines y comprobó que estaban en perfecto estado. Eso lo alentó: su construcción empezaría desde esa base. Extrajo pieza por pieza, amontonó las sanas y el resto lo tiró al asador. Evaluó detenidamente el material con que contaba y en una hoja de papel cuadriculado trazó un bosquejo de lo que haría. Antes de empezar a trabajar, le quitó el sonido al celular y puso un pendrive con música variada en la radio del auto. Se sentía a sus anchas. Respiró hondo y empezó la tarea. Concentrado en su tarea ni reparó en la hora. En algún momento se asomó a la heladera para buscar un pedazo de pizza que tenía del día anterior y servirse un vaso de gaseosa. Luego volvío a lo suyo. A la media tarde el cielo se cubrió y comenzó a lloviznar, pero estaba bien guarecido y no lo afectó; además, para entonces ya le había dado una mano de barniz a su caballo. Guardó las herramientas, limpió todo y se sentó a contemplar su creación ya terminada. Se sintió satisfecho, acaso orgulloso. Con el celular le tomó un par de fotografías que inmediatamenten envíó a los suyos. Luego se sacudió el aserrín y polvillo que tenía encima y se fue a bañar. Estaba tan contento que prolongó su tiempo bajo la ducha cantando canciones de su infancia, aunque en partes tarareaba o inventaba la letra. Antes de vestirse se dijo que ese era un momento muy importante en su vida y merecía una ropa para la ocasión. Sacó del placar una camisa blanca, el saco que usó para la colación de su hijo menor y una corbata al tono, todo con olor a mucho tiempo sin uso. Así vestido se aprestó a cenar, pero antes revisó el teléfono: ninguno de los suyos había respondido.

  La visión del caballito iluminado con un foco cenital, como el personaje principal de una obra, estático y altivo, con un extraño brillo rojizo en los ojos, producto de unas lentejuelas que encontró en el costurero y que le pareció que le darían más prestancia a esa cabeza de unicornio, lo conmovieron. Entonces lo alzó y lo llevó a la sala, frente al sofá donde estaba sentado. Apagó el televisor, llenó la copa y comenzó un diálogo en silencio con su creación. 

  Le contó de su infancia, tan lejana en el tiempo y en el espacio, con sus padres y su hermana, y se recordó feliz, un niño feliz, aunque sabía que no había sido del todo así, que sus padres no lo eran, ni tampoco su hermana, y que sólo le quedaba recordar los buenos momentos pasados, juntos o en su habitual soledad, y creer que lo había sido, y así rememoró la hamaca en el patio, el barrial en el que le gustaba chapotear, los árboles a los que se trepaba a diario, las ollas de arroz con leche que le preparaba su madre, la choza que le había armado su padre... recuerdos remotos, borrosos algunos, muy nítidos otros, muchos cargados de nostalgia y cierta tristeza. Pasó a la pubertad y el duro advenimiento de la adolescencia, llena de historias, alegres o dramáticas, siempre bajo la mirada hierática del pequeño corcel de madera. Luego llegó el día en que se fue de la casa y la vida le mostró una cara nueva, tan excitante como difícil, y empezó a hacerse preguntas que fue transmitiéndole una por una a su caballito, que inmutable registraba todo, o así le parecía. Se sintió acalorado, y entonces se quitó el saco y los zapatos, aflojó la corbata y se recostó en el sofá; además, cansado de tener que llenar la copa a cada rato, decidió tomar de la botella. El caballito empezó a dictarle las etapas que siguieron, los mojones más importantes de su vida. Algún amor que no fue, un viaje que postergó, la carrera que no terminó, el negocio que dilapidó... y a todo le respondía preguntándose que hubiera sido si tomaba el otro camino. Qué hubiera sido, le preguntaba al caballito, cada vez más acalorado, tal vez sea fiebre, pensó, qué hubiera sido, le dijo mirándolo fijamente, intentando encontrar algo en el reflejo rojizo de esos ojos de lentejuelas, algún crujido indicativo de una respuesta. Pero la madera vieja y estacionada no crujió, por más que repitió una y otra vez la pregunta, y entonces se acomodó de costado, de manera de liberar su pierna izquierda, la potente zurda con la que en épocas juveniles solía asolar los arcos del barrio, y sin mucho apuntar descargó una violenta patada en la cabeza del caballito, que voló y tras rebotar contra la pared se partió en varios pedazos. Le quedó doliendo el pie, pero ni alcanzó a darse cuenta: siguió repitiendo, como una letanía, qué hubiera sido, y así se fue hundiendo en los almohadones del sofá hasta quedarse profundamente dormido.

  Cuando despertó no pudo reconocer nada. No sabía dónde estaba ni cuánto tiempo había dormido.Se sentía mareado y se dijo que tal vez el vino le había hecho mal. Tenía calor y a la vez tiritaba. Vio una luz roja y se dijo que eran los ojos del caballito, pero le pareció recordar que lo había destrozado con su patada. La luz titilaba e identificó qué era. A este hay que llevarlo ya, escuchó que alguien decía. Entonces se dio cuenta de que estaba sobre una camilla y que dos figuras cubiertas de la cabeza a los pies lo alzaban y lo introducían en la ambulancia.

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