El modo exacto de estar en el mundo

Osvaldo Bayer: "En este texto, el autor redescubre el realismo mágico. Pero lo transforma en lo fantástico de la realidad. La realidad no puede ser más que fantasía, y lo es. Lo demuestra el autor. Nadie puede antes definir la vida, ni después. Es así. Y lo va señalando en ese paraíso engañoso que es nuestra llanura.

Los personajes son sabios dentro de su extrema humildad. Tienen la sabiduría gaucha, a pesar que no todos son criollos. No, hay extraños recién llegados que quieren construir una especie de paraíso. Pero fracasan. Porque la vida también presenta egoísmos, chaturas, "intereses".  Ahí está siempre la muerte. Sí, algo tan increíblemente sabio, bello y radiante como la vida termina siempre con la muerte. Siempre. Pero queda el ejemplo. La fantasía siempre pródiga, sí, plena de fantasías también ella. Un libro sabio". 


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Autor:
Ricardo Irastorza
ISBN: 978-987-1877-68-3 Editorial: Raíz de Dos
200 páginas
2014

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“Lenny” o de qué están hechas la ficciones

¿Cómo están hechos los sueños: qué relaciones tienen ambos con el mundo o realidad, con eso que se llama estar despierto? ¿Quién habla en un sueño, quién es la voz del sueño, quién es el narrador? Pero el sueño tiene varios planos; Freud distinguió de entrada dos: una cosa es la historia del sueño y otra su narración, la producción verbal por parte del soñante. En otro texto, el propio Freud puso en relación los sueños y las ficciones.


“Lenny” cuenta la historia de un sueño, de unos sueños, mejor dicho: sueños superpuestos, encerrados unos en otros. Los sueños de un autor de América del Sur, que ha escrito un guión a partir de una novela que nació de una historia que alguien le contó de manera sumaria. El sueño americano: que su novela convertida en guión encuentre un productor y un realizador que quiera hacerla filme, pero nada menos que en New York.

El propio autor envió el guión por correo postal a un tal Mr. Thorner; pero alguien le aconsejó que invierta, que viaje a New York e intente entrevistarse con el Míster. Y Emprende el viaje. Aquí comienza el relato, en un vuelo que está por llegar al JFK a las 9:15 a.m. Ahí nos enteramos, también, que el protagonista de la historia debería hablar con un tal Lenny, no con Thorner.

El autor llega a la gran ciudad en la primera visita de su vida. Se instala en un hotel y conoce un bar que atiende un cubano y en el que de entrada se siente como en casa.

El primer intento de saber si su guión puede interesarle a un productor es un fracaso; le responden a un llamado telefónico: “por el momento no estaban interesados en el guión, pero que cualquier novedad le avisarían.” Con la negativa resonándole en la cabeza el autor vuelve y habla con el cubano y se entiende, y le confía el motivo de su venida a New York y hasta le pide un consejo. Resultado: vuelve a intentarlo y consigue una cita con Lenny. Y se encuentran.

Lenny es un enigmático agente que se va configurando ante los ojos de lector más como un capo-mafia que como intermediario o representante de artistas. Lenny da muestras de haber leído el guión en el que devino la novela; y le hace saber al autor que tal como está no le interesaría al público gringo pero que, mutatis mutandi, podría interesarle a la comunidad latina de Estados Unidos. El tal Lenny no parece un lector ingenuo y por momentos de muestras de conocer la historia del guión mejor más que el propio autor.

La conversación dura lo que duran dos martinis apurados y el tal Lenny deja de lado sus conocimientos del mercado cinematográfico e interpela al autor al límite de confrontarlo con sus propias debilidades, con sus propias dudas. Esa historia no es digna de ser novelada, ni filmada, parece decirle: al menos no así. Le faltan palabras, le sobra aventura. No ha averiguado lo suficiente. No se ha documentado. La narración no es un documento etnográfico, es apenas una ficción, responde el autor de la novela/guión. No debiste meterte con este asunto le dice el agente: no eres digno de contar esta historia; o mejor: la dignidad de esta historia está por encima de cualquier proyecto literario.

El personaje Lenny en esta narración parece jugar, metafóricamente, múltiples papeles: productor, crítico, lector… pero, como un fantasma del propio autor, al final ocupará un lugar inesperado en la ¿ficción?

Es menos infrecuente de lo que se cree que los autores retomen hilos de relatos propios y con ellos tejan nuevas narraciones: personajes que aparecen y reaparecen en las ficciones, sagas, historias que se prolongan o que se desarrollan por caminos secundarios; expansiones y condensaciones narrativas que suelen permitirle a los autores volver a lo que les quedó en el tintero. La historia de la literatura está llena de estas obsesiones de autores que saben que una novela, por más oceánica que parezca, no puede albergar todos los relatos; y que los relatos son infinitos pero que los escritores, aun los más prolíficos, son apenas capaces de unas pocas narraciones.

De estas obsesiones de escritor nace “Lenny”, un rizoma de la novela El modo exacto de estar en el mundo que apareció en 2014. Quienes leímos la novela de Irastorza celebramos esta narración subalterna de aquella historia delirante de Fraile Muerto. Pero lo más sorprendente es que la derivación llega por un camino inusitado, coherente con el relato de origen que ya deparaba múltiples bifurcaciones.

Ricardo Irastorza ya no necesita que lo presenten o que llamen la atención por su escritura precisa, preciosa, que se reconoce por el trabajo del detalle ─coherente con la capacidad de observación de su autor─ pero con un estilo austero que rehúye todo blablableo y que hace del ascetismo narrativo una elección estética: todas las palabras parecen estar en el lugar que les corresponde en las narraciones de Irastorza.

El cuentista Irastorza, el de Qué va a haber en la Francia (1993), Los pecados interiores (2002) y El deseo y las sombras (2007) se metió con la novela y dio que hablar; pero no pudo con su genio y le hizo una criatura a El modo exacto…


La lectura de las narraciones de Irastorza confirma que las categorías “cuento” o “novela” son anacronismos en los que nos hacen persistir los editores.


Marcelo Casarin

Narrador y ensayista, ha publicado los siguientes libros: La intimidad de Juan (novela, 2009); El heredero (novela, 2008); Vicisitudes del ensayo y la crítica (ensayo, 2007); Daniel Moyano. El enredo del lenguaje en el relato: una poética en la ficción (ensayo, 2002); Bonino, actor de mi propia obra (novela, 2003) y Después de la noche (cuentos, 1993). Coordinó la edición crítica de Tres golpes de timbal de Daniel Moyano, para la colección Archivos (CRLA-Université de Poitiers, 2012).

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Lenny

“Lenny” nació en algún bar de New York, o tal vez en un avión o aeropuerto. O mucho más probablemente, haya sido concebido en alguno de esos lugares y luego vio la luz por estas latitudes. Para entonces, yo pergeñaba el principado de Fraile Muerto, que luego pasó a formar parte de “El modo exacto de estar en el mundo”.
Durmió muchos años, hasta que apareció este blog y con él, tal vez, “el lugar exacto para estar en el mundo”…


Llegaría a New York a las 9.15 a.m., al J.F. Kennedy Airport. Desde allí mismo hablaría por teléfono con Mr. Thorner, es decir, con la secretaria, tal vez la secretaria de la secretaria de Mr. Thorner, y tras varios just a moment, please, entremezclados con una música de espera, otra voz, otra secretaria, le informaría que debía hablar con Lenny. ¿Quién es Lenny? Y volvía la música y la secretaria del comienzo con voz metálica le cantaba el teléfono del tal Lenny. Así era el sueño que soñaba en el avión de United Airlines que a las 6.15 aterrizaba en el aeropuerto JFK de Nueva York.

 Obnubilado por el lexotanil y los tres whiskys que tomó para olvidar los miles de metros que durante horas lo separaron del piso, hizo los trámites de inmigración. En la parada del bus que le habían recomendado para llegar al centro de Manhattan, un adolescente de aspecto latino repartía tarjetas de un hotel. En el mismo momento en que arribaba el bus, guardó la cartulina en el bolsillo de la campera. Pagó el  viaje y se sentó junto a una ventanilla, con el bolso sepultándolo en el asiento.
 Hizo verdaderos esfuerzos para no dormirse en el viaje. Tenía la boca pastosa y una sensación de malestar por no haber dormido. Recordó las imágenes tantas veces vistas en el cine, pero ahora veía otro paisaje, distante del que imaginó. Cuando empezaba a cabecear contra la ventanilla, el chofer gritó algo parecido a Grand Central Station. Allí se bajó. Desplegó un plano de la ciudad y comenzó por ubicarse. Se veía muy poca gente en la calle, y la mayoría eran operarios lavando las veredas. La 42th se extendía hacia ambas direcciones con una asombrosa tranquilidad, rota apenas por algún taxi que transitaba a marcha lenta. Sabía que tenía que caminar hacia el West, hasta cruzar Lexington Avenue y desde allí doblar hasta la 45th. Estaba a pocas cuadras. Volvió a sentir la boca pastosa y pensó lo bien que le vendría una cerveza. Entonces vio a sus espaldas el cartel: Charley's Bar.
 El lugar le agradó. El piso, las paredes y el techo de madera; una barra circular rodeada de taburetes, al medio del local, y reservados a los costados. Salvo una pareja que dialogaba animadamente en un rincón, no había más parroquianos. Se acercó a la barra y pidió una cerveza. Miró con detenimiento la decoración que adornaba las paredes: fotos de basquetbolistas y jugadores de fútbol americano, botellas de bourbon y whisky sobre pequeños estantes y decenas de  posavasos con ilustraciones y marcas diversas, pegados como un calendario lunar. Pensó que el bar sería más animado e interesante al anochecer, aunque habría que ver qué gente lo frecuentaba. Pagó y salió a la calle.   Le dieron una habitación simple ubicada en el quinto piso del hotel. Nada fuera de lo común: una cama, una cómoda, algo que parecía un perchero, dos sillas y el televisor. La ventana daba a la calle, pero no le permitía ver más allá de las esquinas. Estuvo unos minutos mirando algunos edificios hasta que cerró los postigos y encendió el aire acondicionado. Una vez que desarmó el bolso, acomodó en los cajones la poca ropa que traía y se preparó para la ducha.
 Después de un largo rato bajo el agua tibia, y cuando comprendió que necesitaba dormir aunque fuese media hora, cerró el grifo y sin secarse pasó derecho a la cama. Encendió un cigarrillo e intentó leer un folleto que había sacado de la conserjería, pero se durmió en el acto.
 Soñó que hablaba por teléfono con Lenny, y que se asombraba de la  continuidad del sueño anterior en el avión. Una voz masculina le contestaba en inglés algo que no entendía. Cuando se disponía a cortar, tomaba el tubo una mujer de voz sensual que le preguntaba en correcto castellano "para qué busca usted a Lenny". Y allí sonó un estruendoso timbre que lo despertó sobresaltado. Buscó un inexistente despertador, descolgó el teléfono... pero el estruendo no se detenía. Cuando abrió la puerta de la habitación para pedir ayuda, se encontró con una enorme morena del personal de servicio. No smoke, le dijo con cara de desprecio. De reojo vio, sobre la mesa  de luz, el cigarrillo consumido y parte de una carpeta, imitación encaje, achicharrada.
 Se lavó la cara y eligió la ropa adecuada para el calor que parecía hacer en la ciudad. Luego buscó una percha para colgar la campera que no volvería a usar hasta su regreso al invierno del hemisferio sur y sacó de sus bolsillos el pasaporte, chicles, las llaves de la casa, los anteojos oscuros, pañuelos de papel y una tarjeta. Con letras en violeta y amarillo anunciaba un hotel en el downtown. De un tincazo intentó, sin éxito, embocarla en el cesto de los papeles. Cayó casi a sus pies, dada vuelta. Algo decía en su reverso. Se agachó y tomándola entre el pulgar y el índice la colocó a la generosa distancia que necesitaba para leer sin anteojos. Con un bolígrafo de tinta negra alguien había escrito algo. Primero sacudió la cabeza, para convencerse de que no seguía el sueño, y luego con la otra mano se puso los anteojos y leyó: Lenny, y abajo un largo número.              
 Mientras tomaba un café en el bar del hotel, volvió a ver la inscripción en la tarjeta. Identificaba los números como suyos, aunque dudaba de la letra, pero estaba seguro de que en ningún momento había copiado esos datos. Sacó la agenda y buscó en la T, Mr. Thorner. El dato se lo habían dado un par de meses atrás, cuando comenzó a madurar la idea de vender el guión que había escrito. Y luego de enviar una copia por correo, alguien le sugirió que viajara de paseo a New York e intentara la empresa personalmente.
 Pidió el teléfono en la conserjería. Cuando a la tercera llamada atendieron, recitó la frase preparada explicando quién era, para qué llamaba y si por favor podían hablarle en español. Una voz femenina, de acento centroamericano le pidió que esperara un momento, y tras un ruido de teclas de computadora le dijo que por el momento no estaban interesados en el guión, pero que cualquier novedad le avisarían.
 Salió a la calle. No estaba de humor para visitar museos. Dedicó el resto de la tarde a recorrer el Soho, y al atardecer tomó el metro que lo dejó en la 42th. Era una buena hora para volver al Charley's Bar.
 Con las tenues luces encendidas, el bar se veía más atractivo. Buscó un lugar en la barra desde donde podía ver la calle y pidió un bourbon. Escuchó que el cantinero hablaba español, y se puso a dialogar con el hombre, un cubano precastrista. A la segunda copa le contó todo lo que le había sucedido desde su llegada, ante la escucha atenta de su interlocutor.
—Yo no sé de dónde salió ese Lenny, si lo soñé o no. Usted ¿qué haría? —terminó preguntándole.
—Su pregunta tiene dos respuestas: lo llama o sueña que lo llama —le contestó el cantinero, mientras atendía a una pareja—. No pierde nada con ninguna de las dos.
 Pidió una copa más, y luego bebió otra que le obsequió el cantinero. Se fue a dormir decidido a soñar con la llamada. Pero se despertó por la mañana muy tarde, transpirado y con dolor de cabeza, sin ningún sueño presente.
Desayunó un café solo y se dirigió al teléfono. Preguntó por Lenny, y la voz sensual que había soñado, o creído soñar, le preguntó para qué quería a Lenny. Intentó explicarle en inglés, pero la mujer le indicó que podía hablar español. Cuando dijo su interés, ella le pidió un minuto, que fueron casi cinco, y finalmente le dijo que Lenny lo esperaba a las cuatro en la terminal del ferry de Staten Island. Lo reconocerá porque llevará un traje claro y sombrero Panamá. Sea puntual, le advirtió antes de colgar.
 Caminó hasta la Quinta Avenida, mirando vidrieras y gente. La ciudad ya había tomado el ritmo que él había imaginado. Bocinazos, sirenas y todo tipo de ruidos. Caminó por la vereda de South Street, junto al Hudson, bajo uno de los viaductos de acceso al puente de Brooklin. El agua verdosa golpeaba con más ruido que violencia en la orilla pedregosa. Una nutrida variedad de desperdicios acentuaba el aspecto sórdido del lugar. Neumáticos viejos, envases de plástico, papeles sucios... hasta un cochecito para bebé se erguía con una rueda menos sobre un promontorio.
 Apuró el paso cuando comprobó que le quedaban apenas unos minutos para llegar a hora a la cita e ignoraba a qué distancia estaba. Una agencia de transporte marítimo le dio indicios de que no debía estar muy lejos.
 Enfiló hacia las mesas instaladas en una terraza con vista al embarcadero y comenzó a buscar. Señores de ridículo sport, mujeres chillonas, adolescentes en bermudas, niños correteando... pero nadie con un sombrero Panamá. Dio un par de vueltas, mirando también a quienes curioseaban o paseaban por el lugar. Pensó en ocupar una mesa, pero algo le hizo sospechar que se trataba de un lugar caro. Prefirió caminar por la playa de estacionamiento hasta el muelle y desde allí vigilar si aparecía algún traje claro y sombrero.
 Una limusina negra estaba detenida junto al acceso a la terraza; la esquivó pasando entre dos pilas de escombros y cuando volvió su mirada para apreciarla mejor, lo vio. La ventanilla abierta le mostró el perfil aguileño y el Panamá.
 ¿Usted es Lenny?, le preguntó en voz alta. Por toda respuesta el otro levantó la cabeza, lo miró y dijo "llega tres minutos tarde".
 Ocuparon una mesa desde donde se veían salir y entrar los catamaranes llenos de turistas. Miró a Lenny mientras éste pedía un par de martinis. Le fue imposible calcularle la edad: podía tener 60 años, o también 70 o más. Su rostro tenía un brillo seroso que disimulaba las posibles arrugas, pero no parecía haber pasado por una cirugía estética. Menudo y muy delgado, el traje a medida le daba un cierto aire de distinción.
 Lenny armó una pipa sin prestarle atención y sólo reparó en él cuando el mozo dejó el pedido sobre la mesa.
—Mire, Lenny...—comenzó.
—Mister Lenny —lo interrumpió.
—Yes, sí, Mister Lenny... me asombra lo bien que habla usted el castellano.
—Dígame qué tiene para ofrecerme —le dijo, mirando hacia el Hudson.
—De acuerdo —dijo, convencido de la poca propensión al diálogo del otro—. Bueno... el  guión que les envié, estimo puede interesarle.
—Cuéntemelo. En pocas palabras.
—Pensé que ya lo habrían leído.
—Quiero escuchar su síntesis.
—Es sobre un grupo de gente que se rebela y decide fundar un principado. Se desarrolla en un pueblo de provincia, en la Argentina.
 Lenny volvió su mirada hacia él. Acomodó mejor su silla y sin dejar de mirarlo le hizo señas de que continuara.
—Bueno... eso. En pocas palabras es eso. Lo demás es una serie de historias que se van dando con cada personaje.
—¿Y quienes son los personajes?
—El príncipe, Hilario, un hombre mayor que ha sido tropero y carrero. Un español anarquista, Matalauva, que es el ideólogo del grupo... y dos o tres lugartenientes.
—¿Cómo puede ser que un anarquista apoye a un príncipe? —preguntó Lenny, ladeando la cabeza y entrecerrando los ojos.
—Es sólo una ficción... Es un guión. Si es necesario puede incorporarse alguna explicación política.
—¿Es una ficción? ¿Es una fantasía suya o hay algo real en esto?
—Mr. Lenny... el punto de partida fue un comentario que alguna vez relató un familiar mío, una vieja tía.
 Lenny le hizo un ademán para que callara y le gritó algo al chofer, que merodeaba por el muelle. Éste corrió hasta la limusina y regresó con dos pipas y una tabaquera.
—Ahora sí. Me decía que la historia se la narró su tía —dijo, mientras sin dejar de mirarlo a los ojos desmenuzaba el tabaco.
—No. Esta tía alguna vez contó que su padre había sido príncipe. Los rebeldes, los llamaba ella, lo habían elegido príncipe. Mi familia cree que no estaba en sus cabales. Yo busqué algún antecedente en lo que hay escrito sobre el pueblo, pero no hay absolutamente nada. Sin embargo, la idea me gustó y la desarrollé inventando a todos los personajes, menos a Hilario; pero éste es sólo un nombre, porque ni lo conocí ni sé nada de él.
—¿Cómo se llama el principado?
—Fraile Muerto.
 Lenny entrecerró los ojos y miró su copa vacía. Arrugó los labios como sonriendo y con un gesto ampuloso le indicó al mozo que trajera otros dos martinis.
—¡¿Por qué eligió ese nombre?!
—Porque así se llamaba el pueblo hasta fines del siglo pasado, cuando un presidente se lo cambió.
—Algo más... Su historia ¿hasta dónde llega? Quiero decir hasta dónde llega el principado. ¿Hasta nuestros días?
—No. Se desarrolla unos cuantos años atrás.
—¿Daría para una segunda parte? ¿Un principado enclavado en el corazón de su país, ya en el siglo XXI? —lo indagó Lenny.
—Tal vez... —dijo él, más por complacerlo que convencido.
—Podría resultar interesante.
—Sin duda, pero creo que habría que ver cuál es la respuesta a la primera.
—Se lo diré claramente. Acá su historia no le interesará a nadie, y no hablo sólo de productores. Me refiero al público. Lo estoy escuchando por dos motivos. El principal es que tengo buenos contactos con los circuitos de televisión por cable de habla hispana... Público latino... Ahí tal vez pueda hacer yo algún negocio, y usted ver su guión transformado en película.
 El mozo depositó con gesto engolado las copas. Lenny tomó la suya y de dos o tres tragos la dejó por la mitad.
—Listen to me... ¿cómo trabaja usted? O mejor... ¿escribió su historia como una ficción o convencido de la existencia del principado del que habla? —inquirió mientras se secaba la boca con una servilleta.
—Mientras escribo, yo estoy en el lugar. Digamos entonces que convencido.
—Y luego, una vez que terminó, ¿qué queda de la historia? ¿qué supone que pueda haber pasado con el principado, con los personajes?
—Nada —respondió, tras buscar una respuesta que no encontró—. Cuando terminé de escribirla dejé de pensar en ella.
 Lenny sacó su billetera y eligió una tarjeta de crédito que depositó en el platillo en el que estaba la cuenta. Luego lo miró fijo y habló.
—Si afirma que estuvo en el lugar, ¿cómo es que no queda para usted una idea de qué fue de todo eso? ¿Qué imagina? ¿Que esos rebeldes fueron derrotados? ¿Que cada uno se fue por su lado y el último cerró la puerta?
—Si debo ser honesto, no imagino nada. Una vez que cerré mi narración, ya no sigo pensando en qué pasó...
—¿Usted es de los que escribe sobre lo que pudo haber sido o de lo que podría ser? —lo interrumpió.
—Yo sólo escribo. Invento historias y no me preocupa lo demás —le respondió, con cierto fastidio, comenzando a pensar que algo andaba mal.
 Lenny firmó el recibo que trajo el mozo y guardó la tarjeta.
—Me hubiese gustado ser yo quien lo invitara —protestó, viendo de reojo que si pagaba la consumición debería reducir su estada en un par de días.
—Algo más... ¿quién le dio mi teléfono?
 Dudó, y se le ocurrieron distintas respuestas, pero todas le parecieron poco creíbles. En cambio, murmuró algo como que no recordaba.
—¿Había intentado antes vender un guión aquí?
—No, esta es incluso la primera vez que estoy en su país.
—¿Quién le ha dicho que este es mi país? —dijo Lenny, cambiando su expresión.
—Bueno, yo lo supongo.
—Usted me preguntó porqué hablaba tan bien el español.
—Así es. Y usted no quiso contestarme. Pero acaba de decirme que me ha escuchado por dos motivos, y sólo nombró uno.
—¿Por qué se le ocurre que lo he atendido? ¿O supone usted que cada vez que me quieren vender un guión salgo a tomar martinis por New York? No me conteste. Ahora le voy a contar algo yo. Su historia me desagrada... Logrará tal vez publicarla, pero no sirve para el cine. Lo que me irrita es que la haya tratado como una novela de aventuras. Eso no fue así.
—¿Cómo que no fue así? —repitió asombrado, creyendo que había escuchado mal.
—Debería haber tenido un poco de respeto, aunque más no fuese en homenaje a su antepasado. Guardar silencio sobre lo que no sabe, o al menos no ridiculizar a nadie.
—Pero, como dice usted, sólo es una novela —se justificó, cada vez más extrañado.
—¡Mierda de novela!  —gritó Lenny, golpeando la mesa—. Ni siquiera es una parodia de novela. Ha puesto usted los nombres de los personajes que le dijeron que podían haber estado allí y después los describió como mejor le gustó. ¿Qué sabe usted quién fue Hilario? ¿Qué conoce de la vida de Matalauva?
—¿Y qué sabe usted? —respondió preguntando él, en tono sereno por el desconcierto.
—¡Más que usted y de lo que imagina! —se exaltó aún más Lenny—. Yo pude escribir la historia del principado con mucha más autoridad, y no quise hacerlo por no ensuciar un ideal que usted no podría ni imaginar. Y porque aquellos que lo sostuvieron se merecen un trato más digno que el de simples personajes de novela... Ahora viene usted, un torpe cagatintas, y quiere meterlos en una película.
—No veo por qué se asombra, si vive de hacer películas.
—¡Pero no con lo que tiene altura y dignidad, no con lo que toca a lo más caro del hombre! —gritó Lenny.
El chofer se acercó con los puños cerrados y se mantuvo expectante. Un camión de bomberos pasó por South Street aturdiendo con su sirena. El momento de silencio pareció calmar un poco a Lenny. Dos gaviotas volaban en círculos y pasaban a pocos metros de la mesa.
—No sé qué decirle... Yo escuché en mi infancia el relato de mi tía. Poca cosa: que había habido una rebelión y que a su padre lo habían nombrado príncipe; luego me enteré quiénes eran los amigos de Hilario y los incorporé. Y como no encontré ningún dato fehaciente, ninguna pista verdadera,  tuve que recrear los indicios que tenía de la mejor manera que pude —dijo, mirándolo a los ojos—.  Mire, Lenny... Mr. Lenny, esto es sólo una fantasía. Nunca existió. Y las personas que nombro están todas muertas. Además, creí homenajearlas con lo que escribí.
—Pues, creyó mal.
—Igual no entiendo por qué dice usted que pudo escribir mejor la historia del principado…
—Por cierto que no se preocupó por averiguar nada de los personajes. Les puso el nombre y lo demás lo inventó. Si lo hubiera hecho tal vez habría logrado algo mejor. Por ejemplo, sabría que Matalauva era el seudónimo de un conde español, anarquista, renegado de su título y disparado de su país. O que Solórzano era nieto de un teniente de caballería que hizo toda la campaña del Perú con San Martín.
 Lo miró e hizo fuerzas como para despertarse, dudando si aquello no seguía siendo el sueño del avión y en realidad él estaba todavía en pleno vuelo.
—Muchas cosas no averiguó, y mucho menos quién era el que usted llama el Inglés. Pearson se llamaba. No lo sabía, ¿verdad?
—No
—Pues, ese era su apellido. Creo que tampoco conoce el mío...
—No...
—Pearson, Lenny Pearson. El personaje que usted creyó inventar para su fallido guión era mi abuelo. Y ahora, si me disculpa, debo dejarlo —dijo, y tras hacerle una seña al chofer, se puso de pie.
—Me ha dejado sin palabras... —alcanzó a murmurar él.
—Ya muchas le faltan a su obra.
—Pero al menos, aunque sea ya un proyecto fallido, quisiera seguir hablando del tema.
 —No conmigo —le dijo antes de subir a la limusina.
Mientras miraba cómo se alejaba el aparatoso vehículo, una gaviota se posó sobre la mesa y comenzó a picotear la aceituna del martini de Lenny, que había quedado intacta sobre la mesa. Cuando la espantó, el ave se detuvo sobre un banco a pocos pasos y defecó ostentosamente.

 Se dijo que debería averiguar qué era exactamente un cagatintas. 



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