FORMACIÓN CIENTÍFICA | 3. Felicitas Cointreau

FELICITAS COINTREAU


Ilustración: Alejandro Barbeito


Amaba a Felicitas. La amaba locamente. Y cada vez le pedía más. Lo que empezó con el pedido de un beso una noche de verano, después se hizo un amor caracterizado por una desmedida demanda.
Su cuerpo, su mente...
Su cuerpo, porque en un comienzo fue una relación de pasión y hasta cierta ternura. Luego se trató de una esclava sometida a los caprichos y exigencias de alguien que no encontraba límites.
Su mente, porque paulatinamente ella fue perdiendo el criterio y se transformó en una autómata que adquiría vida cuando recibía alguna orden.
Pero quería más. Quería su alma. Sin embargo, no encontraba cómo conseguirla.
Hizo cuanto leyó, escuchó o imaginó para obtener su alma. Pero ni inmersiones en agua helada, ni extenuantes gimnasias, ni extrañas drogas ni sesiones de hipnotismo a las que la sometió le daban –pese a los signos– la certeza de ser el dueño de su alma.
Un día su incesante búsqueda dio un giro. Entre las 19 acepciones que el Diccionario de la Real Academia da de la palabra alma, más exactamente en la primera, descubrió la clave. "Substancia espiritual e inmortal, capaz de entender, querer y sentir, que informa al cuerpo humano y con él constituye la esencia del hombre".
El tomo I de El arte de los licores del benedictino Ludovico Prevello Brunori, escrito a fines del siglo XVII, es muy claro en las recomendaciones para la obtención de las más puras esencias. En particular explica el método apropiado para lograr la esencia de naranjas, evitando la contaminación con otros sabores y aromas indeseables que la fruta puede transmitir.
Dice el sabio monje: "Coged un frasco por cuya boca apenas pase el fruto y cubrid su fondo con alcohol de la mejor calidad. Ligad el fruto con un cordel resistente y tomado de la tapa suspendedlo cuidando muy bien que no toque el líquido. Cerrad bien y dejadlo 30 días en lugar oscuro. Tendréis entonces la quinta esencia del citrus."
No fue fácil conseguir el recipiente adecuado. Ya se ha dicho que Felicitas no se oponía a nada, por lo que ella misma se ató el arnés de cuerda. Pero lo duro fue lograr sobrellevar un mes sin verla.
Durante esa espantosa vigilia alquiló un cuarto en el otro extremo de la ciudad y se concentró en el trabajo y la meditación. Y sólo volvió a la casa cuando pasó el período recomendado.
Destapó el recipiente.
–Felicitas querida, soy yo, Irastorza –dijo él (que por coincidencia se llama igual que quien esto escribe) en una frase deliberadamente extraída de un cuento de Borges (que por otra coincidencia también leyó el Irastorza autor de estas líneas).
Ella no respondió. Más aún, ni pestañeó. Él la tomó de la mano e intentó moverla. Sólo logró quedarse con tres falanges –las de los dedos índice, medio y anular–, rígidas y frágiles. Comprendió entonces que Felicitas era, estaba, tal cual él la quería, al fondo del recipiente.
Quedó entonces a su disposición un generoso litro de esencia de Felicitas, que primorosamente embotelló en media docena de frascos azules de leche de magnesia Philips, guardados por su abuela, mi abuela.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

The Johnny Rivers’ affair

GONZÁLEZ (El nacimiento de una nación)

El orden de los actores