JIM
A medio siglo de la muerte
de Jim Morrison
JIM
Para
Carlos Carignani
Cuando empezó la semana se dio cuenta de
que le quedaban apenas dos días libres, porque el miércoles tenía planeado el
Pompidou y el jueves se dedicaría a buscar algunos regalitos, y el viernes a la
tarde ya tenía que enfilar al De Gaulle para pegar la vuelta. Entonces desayunó
un café con un buen trozo de baguette y mermelada, puso una manzana en la
mochila y partió. A cumplir el rito, le dijo irónico su amigo Carlos. Y aunque
no lo había pensado, ya lo era. Desde antes de jubilarse empezó a ir todos los
años a Europa, con París como base, e iba al departamento de Carlos, a pocas
cuadras de Pere Lachaise, y en cada viaje se daba una vuelta por el cementerio.
Caminó por el boulevard de Menilmontant agradeciendo que su amigo no se hubiera
ofrecido a acompañarlo, porque lo privaría de algunos actos que repetía en cada
visita. y como en anteriores ocasiones se preguntaba qué era lo que tanto le
atraía del lugar. La soledad, el aire bucólico que le daba el otoño boreal, época
en la que siempre iba, deambular por los senderos consolidados por las pisadas
entre las tumbas, deteniéndose de vez en cuando a leer quién la ocupaba (así
había hecho sorprendentes descubrimientos) o verificar por la presencia de
curiosos o de flores frescas la de algún muerto célebre… Tenía razón Carlos,
eso que hacía en soledad, como siguiendo pasos preestablecidos y a lo que no le
encontraba ninguna explicación, no era sino un rito. Sumergido en esos
pensamientos, se encontró atravesando la puerta de entrada. Pese al día soleado
y fresco no había muchos turistas, y empezó a andar haciendo zigzag por las
calles adoquinadas, pisando las hojas doradas que caían lánguidas de los
árboles. Como en veces anteriores, se propuso ir hasta la tumba de Oscar Wilde
y de ahí seguir a las de Edith Piaff y Modigliani, aunque sabía que a mitad de
camino se diría que mejor lo hacía otro día, con más tiempo, y que en cambio
deambularía descubriendo algunas de personajes con menos fama, si no
desconocidos, para terminar pasando por la de Michel Petrucciani y de allí a la
de Jim Morrison.
Llegó
a la rotonda en la que siempre había algún banco desocupado para sentarse
a mirar, meditar, leer o tomar algunos
apuntes. Esta vez sabía que no tenía su libreta, porque la había dejado sobre la mesa de luz,
pero llevaba el celular con el que a veces grababa lo que hacían músicos
callejeros, oradores espontáneos o simplemente ruidos de la calle, que para el
caso de querer anotar algo bien le vendría. Para su asombro se encontró con que
no había nadie, lo que le permitió elegir un banco soleado y con una buena
vista. Pronto se posó no muy lejos una bandada de cuervos que picoteaban algo y
de a ratos graznaban con todas sus ganas. Puso el celular en la función de
grabar y apretó el botón rojo. Como enterados de esa intromisión en su vida,
los cuervos se abocaron al picoteo en completo silencio. Aprovechando la
soledad, encendió un cigarrillo, el último que le quedaba, y mientras lo fumaba
hizo un rápido cálculo y concluyó que los paquetes que guardaba en la valija le
alcanzarían justo hasta el viernes de su partida. Miró hacia un costado y
avistó a una mujer que se había instalado bajo un árbol con un pequeño
caballete y dibujaba o pintaba muy concentrada. Se preguntó si él estaría
actuando como modelo, pero pronto notó que la artista de a ratos levantaba la
vista del tablero y la dirigía hacia otra parte. Al volver su atención a los
cuervos, estos ya no estaban, pero en cambio descubrió que un joven de aspecto
extraño ocupaba el otro extremo de su banco.
Apagó
el cigarrillo y se dispuso a comer su manzana y disfrutar del sol. Echó una
mirada a ese raro paisaje arquitectónico de panteones ostentosos, algunos
mausoleos de dudoso gusto y sepulturas con sus leyendas borradas por el tiempo
que, como siempre, lo hacían reflexionar sobre el raro culto a la muerte.
Pasaron unas adolescentes vocingleras, acompañadas de dos monjas con aspecto de
abatimiento, que lo sacaron de su pensamiento. Ahí reparó que su compañero de
banco le estaba hablando. Cuando lo miró éste repitió una pregunta en francés,
que aun sin entender le pareció mal pronunciado, y como ya era su costumbre
respondió con un ridículo “sorry, no entiendo”. Entonces en inglés yanky el
otro le dijo que era un buen día para caminar y agregó algo más. Él asintió y
después de pensar un rato se dio cuenta que había dicho que era un buen día
para caminar pero sin las monjas. Ese fue el arranque de una larga y poco
fluida charla en la que él se esforzaba por procurar armar frases con su
precario bagaje idiomático y entender lo que decía el joven, y este, sabiendo
eso, incorporaba palabras en lo que supondría español pero era italiano, y de a
ratos parecía abstraerse de la situación y pronunciaba alguna parrafada como si
estuviera declamando. Mientras intentaba captar al menos palabras sueltas, con
poco éxito, desarmó la etiqueta de cigarrillos vacía y sin saber por qué, se
dedicó a armar un avioncito, habilidad de una época lejana pero que no había
olvidado. En algún silencio, se le ocurrió preguntarle al joven cómo se
llamaba. Jim, contestó tras un cabeceo, como si dudara. Él le dijo el suyo y
tuvo por respuesta un wou, que no era por su nombre, sino por el avioncito ya
terminado, que se lo dio como un obsequio. Y allí decidió que ya era hora de
arrancar. Saludó con un par de expresiones en inglés, que sabía se utilizaban
para la ocasión y que el otro respondió con algo inentendible, y se propuso
terminar su paso por Pere Lachaise con las consabidas visitas a Petrucciani y
Morrison.
En
el camino compró una botella de vino y algunos comestibles en un mercado chino,
y al llegar al departamento se encontró con que Carlos estaba preparando el
almuerzo. Cuando descargó lo comprado, al sacar el teléfono celular tuvo una
sorpresa: seguía grabando, desde que había intentado registrar el graznido de
los cuervos había quedado funcionando. Le contó lo sucedido y se dio cuenta de
que allí estaba la charla que había tenido con ese extraño joven, y que Carlos,
que hablaba inglés a la perfección, podría traducirle esos extraños recitados
de los que él no había entendido nada.
Mientras
tomaban café, reprodujo lo grabado en el teléfono. Un largo silencio, el de los
cuervos que se abstuvieron de graznar, y luego de un buen rato identificó su
voz y recordó lo que había dicho, pero donde se suponía que debía estar la
palabra del joven, no se escuchaba nada. Conectaron el teléfono a un parlante y
tampoco tuvieron suerte. Habrá estado tapado con algo que interfería la voz del
otro, dijo Carlos. Pero estaba seguro de que no era así. Lo dejó reproduciendo
hasta el final y sólo se escuchó a sí mismo, y cuando aparecieron otras voces
identificó que eran del mercado chino. Sin
mucho convencimiento se dijo que tal vez fuera como presumía Carlos, y supuso
que en breve se olvidaría de eso.
Pasaron
los días restantes de su estada parisina y el sábado al mediodía ya estaba de
vuelta en su casa, repartiendo regalos y con mucho sueño. Por la noche, antes
de cenar, bajó las fotos a la computadora y las exhibió. Nada que no hubiera
mostrado ya a la familia en años anteriores: el Sena, la torre Eiffel, el
Louvre… y a nadie le interesaba un cementerio ni mucho menos las selfies ante
las tumbas de siempre. La platea se redujo hasta que se quedó solo con sus
fotos. Y pasó las de Pere Lachaise, con las calles adoquinadas, las hojas
doradas, la tumba austera de Petrucciani, la de Morrison rodeada de rejas y una
selfie que se tomó allí, en la que se detuvo para confirmar si había visto
bien. En primer plano, su rostro, con ese gesto de ficticia alegría que intenta
poner uno para la ocasión, y atrás el sepulcro, que podría describir a ciegas,
con la placa grande,
James
Douglas Morrison
1943
– 1971
y más abajo la inscripción en caracteres
griegos, que se refiere al héroe llevado por sus propios demonios. Notó que al
borde de la placa la piedra estaba cascada, como si alguien le hubiera hecho
palanca para sacarla, y ampliando esa parte de la foto vio algo que le llamó la
atención: al pie, junto a dos velas y una dalia roja, había un avioncito de
alas delta, hecho con papel de cigarrillo, el cuerpo plateado y las alas con la
marca. Podría haberlo hecho cualquiera, pero había que saber hacerlos para que quede
la marca bien acomodada. Amplió un poco más y se acabaron sus dudas. Bien
visible en las alas verdes y blancas del avioncito, de su avioncito, se podía
leer Particulares.
Ilustración: Alejandro Barbeito
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